Convencido

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En cuanto a la educación de los jóvenes, en la tradición fang se optaba casi siempre por recurrir a contarles cuentos e historias con el fin de adoctrinarles y aportarles enseñanzas que habrían de serles posteriormente útiles a lo largo de sus vidas. 
Unas de las más recurrentes eran las historias de miedo en las que casi siempre hay una especie de monstruo que ahuyenta, aterroriza e inestabiliza. No era en orientación a que los niños tuvieran temor o no pudiesen dormir por las noches o en despertar en ellos el sentimiento de vulnerabilidad humana.
La pedagogía fang, considerada positiva, se servía de esas historias para concienciar a los niños y a los jóvenes, de que en el mundo existen, de igual manera, cosas buenas y malas.  Por ello, los fang siempre han considerado importante el inculcar a los niños la sabiduría necesaria para que, en el transcurso de sus vidas, sepan detectar los aspectos negativos que siempre van a encontrar, con la finalidad de que den siempre con la respuesta más positiva ante ellos, en la procura de su felicidad y en la de todos los miembros de su comunidad. 
Por lo tanto, dichas historias orientan a no limitarse ni a resignarse en la vida, sino más bien, a vivir con un abanico de posibilidades de lucha durante el desarrollo.
Entonces, ¿Qué hacer cuando hay miedo? Muchos cerrarían los ojos, se esconderían bajo las sábanas, o se encerrarían en el armario; y no serían pocos los que se apresurarían a buscar un refugio en el que sentirse seguros. Fácil ¿no? ¿Y lo difícil? Sírvannos de ejemplo, para hallar una respuesta satisfactoria a esta pregunta, aquellos cuentos tradicionales que contaban los antepasados fang,  cuyo objetivo era entrenar a los niños para que supieran gestionar adecuadamente, las emociones y sentimientos provocadas por el miedo.
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El calendario marcaba la fecha del 5 de marzo de 1969, el día más aciago de todos. En el transcurso de poco más de 5 meses, desde la firma de su independencia, habían ocurrido una serie de acontecimientos que, como nación pequeña en cuanto a extensión y número de habitantes que era Guinea Ecuatorial, hacían presagiar un futuro para la joven nación, poco acorde con las esperanzadoras promesas de bienestar para todos que Macías había prometido durante su campaña y en momento en el que accedió a la presidencia del país. 
En Río Benito se acababan de recibir las angustiosas noticias que llegaban desde Bata, las cuales transcendían notoriamente las fronteras del país y adquirían un alcance de interés nacional e internacional: Se trataba de las repentinas muertes –en extrañas circunstancias– de algunos de los más destacados políticos e intelectuales guineanos, así como del ultimátum, emitido el día anterior, para que los españoles aún presentes en cualquiera de los confines del territorio de Guinea Ecuatorial, abandonaran el país ipso facto, en el improrrogable plazo de 48 horas.
Comunicada la noticia al Gobierno y a la embajada de España en Santa Isabel,  las autoridades aún presente en el país se apresuraron a enviar convoyes con la finalidad de que recorrieran cada pueblo para recoger a las familias españoles que en cada localidad pudiera haber y trasladarlas  hasta los puertos de Bata y de Santa Isabel.
Durante los días 4 y 5 de marzo de 1969, cualquier lugareño podría haber advertido que había mucha más gente en las calles de lo habitual.
El desconcierto de la población nativa se reflejaba con claridad en sus caras, muy sorprendido por la nueva realidad que estaban viviendo y que jamás hubieran podido imaginar y mucho menos por la alegría que, ni siquiera hacía medio año, toda la comunidad había sentido al proclamarse la independencia de su país.
Muchas personas se quedaban quietas, observando en silencio las largas columnas de espera que formaban los españoles –quienes con caras de tristeza, aflicción y miedo cargaban con unos elementales equipajes, apresuradamente preparados– aguardaban pacientemente su turno para subirse a los vehículos españoles de trasporte. Entre aquellos españoles que se veían obligados a dejar un país en el que se habían sentido como en el suyo propio, reinaban miradas de respeto y de resignación, aderezadas –de vez en vez, cuando veían a familias nativas conocidas– con gestos y palabras de “adiós, hasta pronto” que en su interior sonaba a tan poco convincente como desesperanzador.
Como era de esperar, ante semejante orden de cosas, ya nadie se encontraba realizando tarea alguna en sus trabajos, mucho menos cuando una gran parte de la población nativa estaba empleada en fincas y negocios que hasta entonces habían estado regentados por colonos españoles. Así, todo lo que hasta entonces había sido un hervidero de personas trabajando (en las plantaciones, en los mercados, en los talleres de automóviles…) aparecía ahora abandonado.
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Un silencio incómodo se adueñó de la vivienda en que vivían. Tras unos minutos de discusión, no habían podido llegar al entendimiento, pues a pesar de la insistencia de Kaque en que Jota debía marcharse sin dilación, no conseguía convencerle de que no le quedaba otra alternativa, pues de lo contrario se arriesgaba a ser detenido y encarcelado. A su vez, Jota tampoco había logrado convencerla para que abandonaran juntos el país.
Jota, preso de la ansiedad, se detuvo frente a la puerta, que estaba abierta, en busca de aire fresco, mientras que Kaque y el señor Ndong Eló permanecían sentados. Desolada, no dejaba de sollozar y las palabras de ánimo de su amigo, por más que cariñosamente lo intentaba, no conseguían de ningún modo consolarla de su sufrimiento.
De vez en cuando, Jota se volvía hacia ellos mirándolos con unos ojos en los que se adivinaba una profunda tristeza. En aquel momento sentía que en su interior había dos personalidades, cada una de la cual pugnaba contra la otra para hacer prevalecer su criterio. Y aquella contradictoria situación le causaba tal desasosiego que, escuchando los fuertes y acelerados latidos de su corazón, sentía como que le hervía la sangre. Equivocadamente, y fruto del estado de desesperación en el que se encontraba, en las palabras de Kaque solo percibía un rechazo hacia él que le acribillaba.  Pensaba que era injusto e innecesario que tuviera que a abandonar su hogar, en el que tan felizmente había vivido junto a su mujer, durante los últimos meses, y que si ahora la abandonaba también perdería el privilegio de estar con lo que más amaba en el mundo: Kaque y el futuro hijo de ambos, a punto de nacer. 
Imbuido en tan dramáticos pensamientos, a Jota se le escapaba el aliento y sentía un malestar interior que le mortificaba, hasta el punto de que le asomaba la idea de que antes preferiría el castigo de una muerte, a la que consideraba pena de cadena perpetua en que se convertiría su vida si tuviera que vivirla alejado de su familia.
En un momento dado, Jota se dio cuenta de que un coche que divisaba a lo lejos, parecía girar en el camino para dirigirse a su casa. El vehículo, un Hispano-Suiza de 5 plazas, se detuvo a tan solo unos metros de donde se encontraba Jota y a continuación se oyó el repetitivo sonido de un claxon cuyo pitido parecía querer saludar y anunciar su llegada a los habitantes de la casa.
Con curiosidad, los tres (Kaque, Jota y el señor Ndong) salieron al exterior y se quedaron quietos mirando al vehículo, esperando a que sus ocupantes descendieran de él y saber quiénes eran y qué pretendían con su visita.
Del Buick de cinco plazas bajó primero un guardia español que nada más poner los pies en el suelo, se quedó quieto, al lado del vehículo como si estuviera haciendo guardia junto a él.  El otro guardia civil, que conducía el coche, se quedó sentado frente al volante. Y por último, descendió Carlos, el hermano de Jota, quien con el brazo levantado y moviendo la mano les saludó de lejos, mientras se acercaba hasta ellos.
Una vez hubo llegado adonde se encontraban, Carlos saludó primero y respetuosamente al señor Ndong Eló, dándole después un tierno beso en la mejilla a su cuñada Kaque, para finalmente, acabar fundiéndose en un efusivo y fraternal abrazo con su hermano pequeño Jota, al tiempo que, mutuamente, manifestaban su alegría por volverse a ver después de mucho tiempo transcurrido. Acto continuo, Jota y Carlos se pusieron a conversar haciendo unas pequeñas caminatas en el patio. Mientras, todos los observaban con atención a lo lejos pendientes de una resolución.
Lo primero que hizo Jota fue preguntar a Carlos por sus padres, ya que, por fortuna, pocos días después de la independencia de Guinea Ecuatorial (12 de octubre de 1968) y sabedor por confidentes de que las cosas a partir de entonces no iban a ir bien para los españoles en el país, pudo enviar un telegrama a su hermano Carlos en el que le rogaba que advirtiera a sus padres sobre los peligros a los que los colonos iban a estar expuestos durante los próximos meses. De manera que gracias al oportuno y providencial aviso de Jota, a las pocas semanas la familia Vázquez abandonaba, para ya no volver, a Guinea Ecuatorial y embarcaba en el vapor de la Trasmediterránea rumbo a España, acompañados por varias doncellas solteras nativas que habían trabajado en el hogar y –por expresa petición de Kaque– también fue con ellos su querida cuñada, Begoña Nchama y sus dos hijos.
Transcurridos unos minutos de conversación en los que los dos hermanos se pusieron al corriente de sus vidas, Carlos guardó un repentino silencio y posando su mano derecha sobre el hombro de Jota, le dijo:
–Lo siento hermano, pero tienes que venir con nosotros.
–Ya –pudo apenas responderle Jota con voz quebrada y mirando hacia donde se encontraba Kaque–. No puedo. Tengo que quedarme, ella está embarazada y no puedo dejarla sola ahora.
–Comprendo tu pesar, pero, ella ha elegido quedarse porque tú eres su prioridad ahora. No puedes quedarte aquí. Tienes que entenderlo hermano. Por favor, hazme caso –dijo Carlos imperativo, pero con un amable tono de fraternal cariño, a su hermano.
–Mi hijo crecerá sin su padre –dijo abatido Jota. Se llevaba las manos a la cabeza intentando no manifestar su tristeza–. Kaque tiene mucho amor a su país ¿Qué harías tú? –preguntó asomándole una lágrima en el canal del ojo derecho y sin dejar de mirar a su hermano.
–Te comprendo perfectamente. Te prometo que en cuanto las cosas mejoren volveremos para recoger a tu mujer y tu hijo y los llevaremos a España, donde vuestra familia seguirá creciendo y seréis felices para siempre.
Carlos, que trataba por todos los medios de convencer a su hermano para que se fuera con él, calló un momento intentando encontrar argumentos convincentes para que desistiera en su idea de no quererse marchar. Así que prosiguió: 
–Míralo de este lado: Si tú te vas ahora, a Kaque le quitarás una gran carga de encima y a la vez le ahorrarás un gran sufrimiento.
Las últimas palabras de Carlos llegaron como puñales hasta el corazón de Jota.  Ni en su peor pesadilla se habría podido imaginar que pasaría por una situación tan difícil y trágica como la que ahora estaba viviendo. Jota era consciente de que se encontraba entre la espada y la pared, y aunque era consciente de que la solución era la única que él nunca habría deseado, optó por escuchar a su corazón. Y su corazón le decía a gritos que jamás querría separarse de Kaque ni hacerla sufrir.
La decisión estaba tomada cuando ambos se acercaron donde se encontraban Kaque junto al señor Ndong Eló. Y les comunicaron la decisión... Difícil fue para Jota tener que despedirse indefinidamente de su amada. No podía dejar de besarla la mano en la ventanilla del coche hasta que el conductor puso el vehículo en marcha. Atrás dejaba su pasado, presente y futuro con Kaque. Cosa que le cortaba la respiración, le paralizaba la circulación sanguínea y moría por dentro.
Durante el trayecto, decaído en el asiento de atrás con su hermano, Jota ya empezaba a notar el vacío que le provocaba la ausencia de su mujer. Los recuerdos iban y venían como enjambres de remolinos de situaciones felices vividas con su esposa y que ahora iban a desaparecer. Y también pensaba en cómo estarían las cosas el día que volverían a reencontrarse, y cuándo, cuánto tiempo tendría que transcurrir todavía para el deseado reencuentro que apenas habían transcurrido unos minutos, ya se le estaba haciendo una eternidad.
–¿Te llamó ella para convencerme verdad? –le preguntó Jota a Carlos despertando de sus cabales, a la vez que levantaba una mirada de sospecha.
–Se vio obligada a tener que hacerlo. Sabía que sola no podía convencerte –le respondió Carlos con la intención de persuadirle–. Oye… tu esposa te ama y quiere lo mejor para ti –añadió, percatado de un inminente enfado en el rostro de Jota.
–Para el coche. Tengo que regresar, estoy cometiendo un error –le ordenó Jota al conductor, ignorando las palabras de su hermano–. He dicho que pares el coche –replicó agudizando todavía más el tono.
El conductor frenó el coche, y en fracción de segundos, bajó Jota de él al tiempo que lo hacían Carlos y el otro guardia, que –habían sido enviados por el señor Vázquez para garantizar la seguridad y el traslado de sus hijos a España– en un intento de advertir a Jota de su disparatada decisión, le respondió con la ofensiva de un puñetazo en toda la delantera. Aquel guardia civil se quedó con el torso humillado a punto de caerse al suelo, mientras que Carlos salía en su ayuda, observaba cómo se alejaba Jota corriendo de aquel lugar perdiéndose entre la multitud que caminaba con pasos lentos.
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Fue un alivio para Kaque haber convencido a Jota de abandonar el país a tiempo. Habían emprendido el camino hacia la carretera sin asfaltar: Kaque, el señor Ndong Eló y también les acompañaba un jovencito, muy amigo de la pareja, quien llevaba a cuestas el equipaje que Kaque había preparado para el viaje. Habían planeado recorrer el trayecto que llevaba a la estación con destino al puerto del estuario, para emprender una nueva etapa en Corisco. Una travesía que Kaque estaba dispuesta a recorrer para salvar la vida de su hijo ante el inminente peligro. Dado que los planes y las esperanzas de un futuro prometedor ya se veían desvanecidos ante los ojos de muchos debidos a los avatares del momento; a Kaque también ya le asaltaba la duda, haciendo, por tanto, caso al mal presagio. Algo poco natural en ella, ya que su peculiar forma ser se caracterizaba por un especial optimismo pintoresco y  gran fortaleza espiritual, que le permitía ver entre las sombras un destello de luz esperanzadora; cosa que muchas veces, el viejo Ndong Eló admiraba tanto de ella.
Durante el trayecto, Kaque caminaba al ritmo de lo que le permitían las fuerzas, debido a su avanzado estado de gestación. Tras varios minutos andando, en seguida, dos militares avanzaban hacia ellos en dirección contraria; motivo por el cual, decidieron tomar el otro carril para cederles el paso mientras se acercaban. Pero cuando aquellos militares armados, que llevaban marcados emblemas de “la Juventud de Macías”, llegaron a la altura de ellos, les hicieron un alto. Motivados por el simple hecho de verlos cargados de equipaje, en un tono amenazador, les obligaron a depositar sus pertenencias al suelo para ser inspeccionados. Sin duda, aquella actuación de los militares, atentaba contra los derechos de la propiedad privada.
Acuciados, el viejo y el chico que les acompañaba, así lo hicieron, apartando sus enseres a unos centímetros de ellos. Y Los tres permanecieron en silencio observando todo cuanto hacían los militares con sus posesiones más personales. Ndong Eló, quien en varias ocasiones había presenciado tales actuaciones indecorosas a lo largo de su vida, se adelantó –para justificar tanto equipaje– mientras los militares rebuscaban, informándoles que se dirigían a Bata para pasar un tiempo allí. Sin embargo aquellos militares, cuyas intenciones ocultaban, siguieron escudriñando entre las cosas preguntando únicamente por el dinero.
Al no hallar nada para su importancia entre los objetos que yacían enmarañados, aquellos militares de moral reprobada, todavía más enfurecidos, apartaron al señor del resto de la compañía. Y mientras uno le apuntaba con su rifle, el otro se dispuso a cachearle el cuerpo sin perder la esperanza de hallar lo que buscaba. Le examinaba en todas partes: pantalones, zapatos, sombrero… Y casualmente, encontró el dinero que había escondido Ndong Eló en el bolsillo izquierdo de su abrigo al tiempo que también extrajo consigo un pañuelo rojo, cuyo envoltorio protegía un papel. El militar que le cacheaba se fijó en el papel y con la curiosidad, como si de un profesional se trataba, guardó cuidadosamente en su bolsillo el dinero y luego desplegó el fino papel al tiempo que le llamaba la atención a su compañero para echar un vistazo del contenido de lo que había encontrado oculto. Y después de leer con diligencia aquel pedazo de folio, sin entender nada, el militar le pidió, inmediatamente, explicaciones al señor Ndong Eló, quien permaneció en silencio alargando una mirada de indiferencia hacia ellos.
No fue casualidad que aquellos militares aparecieran por ahí, pues estaban patrullando en búsqueda de personas que consideraban que cometían actos de perfidia. Y la actitud de Ndong Eló había desatado las ansias de sangre que anidaban sus amaestrados corazones.
Aquella encrucijada que, por desgracia no iba a tener testigos presenciales, mantuvo a los tres (Kaque, el muchacho y el señor Ndong Eló) en un estado de conmoción, puesto que los militares amenazaban con acabar con sus vidas en el acto. Pero, fue entonces cuando el señor reaccionó arrebatando el arma de fuego de uno de los militares, al tiempo que instruía a Kaque y al chico que salieran huyendo de aquel lugar. Mientras Ndong Eló se apresuraba a provocar una funesta pelea con los dos militares, Kaque y el muchacho corrían metiéndose en el bosque como almas que lleva el diablo. Sin embargo, pronto la heroicidad del señor Ndong Eló se vio abatida con varios disparos en el pecho que espantaron a las aves que anidaban cerca de la vegetación frondosa que había a los lados del camino.




Almas que se van para no volver;
os recuerdo con tristeza y honor;
aquel capitán que se hundió con su barco,
aquel padre que se cambió por su hijo,
aquel hombre que luchó por su pueblo;
mártires de vuestras causas;
almas que se van para no volver;
os vais de aquí pero os quedáis ahí.
                                      (“Fuego Fatuo”. Inma Kathy)

Lágrimas de Sangre. 1968 Donde viven las historias. Descúbrelo ahora