Un nuevo inicio

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El viaje se les hizo muy largo. Habían pasado dos noches cuando por fin llegaron, cruzando el río, a la villa de Río Benito. Muy cansados, como era de esperar, Jota y Kaque fueron de calle en calle en busca de la casa cuya dirección había apuntado Nchama en el papel que les había entregado.
Río Benito se encontraba al sur de Bata, cruzando el río que recibía el mismo nombre, un territorio que baña a su izquierda los mares del Atlántico y a su derecha y sur, los territorios de Kogo y Evinayong.
Ahí se producía cacao, café, aceite de palma y existía también una importante explotación maderera. La pesca, muy abundante en aquellas aguas, completaba la riqueza económica de aquella esplendorosa región. Después de Bata, Río Benito, cuya mejor vía de comunicación con el resto de la colonia era la marítima: en barco o en cayuco; era el tercer pueblo más grande en cuanto a superficie construida y también en cuanto a población, de la Guinea Española. Y ello era debido a su situación estratégica, pues abierta al mar y con un entrante al resguardo de los temporales, los españoles habían construido allí un puerto que facilitaba tanto la salida de productos con destino a España, como la llegada desde la metrópoli de cuanto precisaban los colonos españoles para la eficaz explotación comercial de las riquezas que atesoraba aquella privilegiada porción de tierra. Incluidas las islas Elobey, Fernando Poo, Corisco y Annobón del África central.
Kaque y Jota continuaban buscando la casa, pero no lograban que nadie les diera razón de ella.  Hasta que, ya cuando pensaban en que deberían buscar un refugio entre la selva en el que pasar la noche, se les acercó un autóctono, que –sin que ellos se hubieran dado cuenta– les había estado observando desde hacía ya un buen rato. Cuando les preguntó sobre la casa que buscaban, resultó que él sí la conocía y les acompañó hasta la entrada del camino que les conduciría hasta ella. 
Y no estaba precisamente cerca de donde se encontraban. Hecho que hizo exclamar a Jota, tras haber recorrido ya una buena distancia, que aquella casa estaba “más lejos que la Cochinchina”. Pero, tras no menos de una caminata de veinte minutos, llegaron por fin hasta la casa que durante tantas horas habían estado buscando.
Kaque y Jota se acercaron con cierta reticencia hasta la puerta, pero no se atrevieron a llamar. Decidieron antes verla toda entera, rodeándola y deteniéndose frente a las ventanas por si, a través de las persianas de madera, podían ver a alguien dentro.  No parecía que hubiera nadie, pero por si acaso, comenzaron a dar voces. Pero no obtuvieron ninguna respuesta. Los únicos seres vivos que habían visto eran un pato y cuatro gallinas a las que acompañaban más de una docena de pollitos que corrían entre sus patas, picoteando la hierba y yendo de aquí a allá, pero siempre buscando el abrigo de sus mamás. 
Mostrando más curiosidad que Jota, Kaque se alejó un poco más de la casa y tras saltar por encima de unas cañas de bambú que habían sido colocadas a menos de un metro de altura, a modo de valla, entró al huerto de la casa, en el que comprobó que había plantas de yuca y cacahuete. Pensó que habría alguien trabajando al ver unas ropas colgadas de un tendedero hecho con cañas de bambú y ramas de palmeras cocoteras y datileras. Sin embargo, no vio a nadie y volvió junto a Jota que estaba esperándola sentado en un banco de piedra, al lado de la puerta. Contrariados por no haber encontrado a nadie, se dirigieron hacia la playa que estaba a apenas a un centenar de metros del huerto, con el propósito de calmar el hambre y su sed con los cocos de la costa.
Llegado el solpor, Kaque y Jota decidieron regresar hacia la casa. Para su satisfacción, esta vez una ventana estaba abierta. Así que, confiados, llamaron a la puerta con la esperanza de que alguien saldría a recibirlos.
Y en efecto, la puerta se abrió al instante con un sonido romo, acompañado del ladrido de un perro que salió a recibirlos, aunque no estaban seguros de con qué intenciones. Por eso, ya a punto de llegar a ellos, Jota decidió interponerse entre él y Kaque y por si tenía intención de hacerlo, le dio una patada en el hocico para que desistiera de intentarles morder. Así que, con un aullido de dolor y espoloneado por la voz que lo llamaba, el can se dio la vuelta y se sentó junto a los pies de su amo.  El hombre que apareció ante ellos era un señor, físicamente desmejorado, que portaba sobre su cabeza un viejo sombrero artesanalmente fabricado con hilaturas de mimbre y bambú. Vestía una camisa larga de lino que le llegaba hasta los muslos y llevaba unos pantalones cortos, sucios y agujereados, como si alguien se hubiese entretenido en disparar sobre ellos con balines. Las botas que calzaba las tenía igual de sucias, de tal modo que no se podía distinguir el color del que eran o del que alguna vez habían sido.
Se asustaron un poco cuando observaron que en su mano derecha portaba un machete y que se acercaba hasta a ellos.
–¿Es qué os habéis vuelto locos? ¿Qué demonios hacéis en mis dominios? –preguntó con tono serio el señor.
–Soy Kaque y este es… –dijo Kaque siendo interrumpida al instante.
–Sé perfectamente quienes sois –dijo el señor interrumpiendo a Kaque–. Mi sobrina, que tiene buenas amistades, pudo avisarme a través de otras personas de vuestra llegada. Así que sé perfectamente quienes sois y que vendríais. Solo que os habéis vuelto tontos si pensáis que huir hasta aquí os alejará del peligro que os amenaza.
Kaque y Jota se miraron sin entender qué es lo que quería decirles con aquellas palabras.
–Pero si nosotros no hemos hecho nada –dijo Kaque.
–Se ha corrido la voz de que un grupo de rebeldes quiere la independencia a toda costa y que para ello han decidido recurrir a  la violencia contras los españoles. 
La pareja volvió a mirarse mutuamente, de nuevo esta vez extrañados.
–Eso no es cierto señor –dijo Jota.
–Ya, ya. La realidad puede ser distorsionar mientras no se sepa la verdad –matizó el señor–. Tal como ahora están las cosas, no sé si acoger a un blanco en mi casa es una buena idea –añadió. Y sin más, se dio la vuelta para entrar de nuevo en su casa.
–Por favor –dijo Kaque haciendo que aquel señor se detuviera –Por favor, no nos dé la espalda. No tenemos a donde ir. Le prometo que si nos acoge en su casa haremos todo cuanto nos diga.
El señor se dio la vuelta para mirarlos.
–Tú no tienes cara de cumplir órdenes que digamos –dijo el señor mirando fijamente a los ojos de Kaque–. Venga. No os quedéis ahí como unos pasmarotes y entrad.
Kaque y Jota se pusieron muy contentos por el cambio de actitud de aquel señor, cuya actitud les había desconcertado al principio. Pero ahora, ya con algo más de confianza, aceptaron con gusto la invitación.
Aquella les pareció la casa típica de un viejo con síndrome de Diógenes. Había trastos acumulados por doquier, y apenas suelo donde pisar. La distribución del salón les resultó muy poco usual. Justo a la entrada había un sofá viejo y una mesita negra de madera, y sobre ella había una radio, por cuyo altavoz ensortijado de tela, una voz masculina radiaba las noticias de las cinco. Al fondo, en el ángulo oscuro del salón, seguían viéndose más trastos acumulados formando una torre en precario equilibrio y al lado, una alfombrita donde estaba tumbado su perro. Pero lo que más les llamó la atención fue la cantidad de relojes, de varios modelos, que estaban colocados sobre los armarios. El que parecía más moderno estaba clavado en la parte central del salón, al lado de la puerta que conducía a la cocina.
La casa atufaba a animal, porque las gallinas y los patos entraban y salían de ella como si fuese su corral. Y curiosamente había polvo en todas partes excepto en los libros, por lo que pensaron que su propietario gustaba de leerlos con frecuencia. Las telarañas adornaban prácticamente todos los rincones de la casa y el moho en las paredes del pasillo era tan abundante que parecían haber sido pintadas de un verde en tonalidad desvaída. Sobre el suelo de la casa, una caravana de hormigas señalaba con su rítmico y dinámico avance el lugar en el que habían construido su colonia y que se afanaban por llenar de comida.  
Acompañados de su anfitrión, Kaque y Jota seguían recorriendo las estancias de la casa, la cual, a juzgar por la expresión de las miradas cómplices que se intercambiaban, no parecía entusiasmarles demasiado. Sin embargo, aún les faltaba mucho por ver.  El señor les invitó a que le siguieran por el largo pasillo, al final del cual había una puerta de salida y frente a ella, a unas decenas de metros, se erigía una casa algo más pequeña, cuya fachada –con desconchones y manchas de humedad– hablaba por sí mismo de que hacía ya bastante tiempo que nadie vivía en ella. Y a unos ocho o diez metros de la vivienda, había dos casetas construidas en madera y que, por su tamaño y distancia, parecían ser, respectivamente, el baño y la letrina de aquella casa.
Kaque y Jota no pudieron reprimir un gesto de admiración al ver la creatividad de la que alguien había hecho gala, al transformar un oxidado bidón texaco de gasoil, en un ingenioso aljibe, alimentado –mediante una artesanal tubería de zinc– el agua de lluvia que caía sobre el tejado.
Ya en frente de la aparentemente viejuca casa, el señor se detuvo y sacó de su bolsillo una llave de hierro grande y oxidado. La introdujo en el candado, que al contacto con el metal de la llave que intentaba girar, emitió un quejido de goznes, hasta que al final se oyó el ruido del pasador que saltaba hacia arriba y dejaba franco el acceso.
Así que solo quedaba entrar, para lo cual, demostrando que no era la primera vez que lo hacía, el señor se puso de lado frente a la puerta y con el hombro la empujó con fuerza hacia adentro. Con la humedad la madera, que se había enganchado, chirrió mientras la puerta se abría, dejando en el suelo el rastro de un semicírculo que parecía haber sido dibujado con barro y gotas de lluvia.
–Esta es la casa donde vivía mi mujer antes de irse. Está más cuidada y ordenada que la mía y podéis quedaos aquí el tiempo que queráis –dijo el señor–. ¡Ah! Y nada de molestarme durante mi siesta –dijo saliendo y ya de espaldas a ellos.
–Gracias, ¿Señor…? –dijo Jota agradecido a la vez que interesado en saber su nombre.
–Señor.  A partir de ahora pueden llamarme simplemente señor –dijo y sin molestarse siquiera en girarse para despedirse de ellos, entró en su casa y cerró la puerta.
Kaque y Jota entraron en la vivienda que el señor había dispuesto para ellos. A simple vista comprobaron con alivio que superaba con creces sus previsiones más optimistas.  Y si bien la fachada les había transmitido una sensación, el interior les informaba de todo lo contrario. Y lo que más les gustó fue el estado intacto y limpio de las paredes, suelo y de todas las cosas que en ella había.
Tan solo las maderas de algunos muebles que aparecían rotas o en mal estado, rompían ligeramente la armonía que habían percibido, pero Jota estaba seguro de que aquello era un problema sin importancia alguna y al que él, con su ingenio y buen hacer, pondría pronto remedio sustituyéndolas por otras y flamantes nuevas.
Este fue el comienzo de una vida imperecedera de Jota y Kaque. Para Jota, aquella nueva vida suponía un reto, tenía que construir una estabilidad junto a su mujer y madre de su futuro hijo. Así que lo primero que hizo fue ponerse a buscar trabajo.  Sin embargo, su experiencia laboral era escasa y su formación, aparte de su educación artística –que en estas circunstancias de nada o muy poco le servía– apenas se complementaba con elementales nociones de arquitectura. Sin embargo, aquellos conocimientos los juzgó suficientes y comenzó buscando trabajo en la construcción como peón, en la esperanza de que podría ser ascendido a la categoría de oficial. Pero tuvo mala fortuna. Los contratistas solo admitían mano de obra negra, pues se consideraba que emplear a un blanco en esos menesteres, era contraproducente para el mantenimiento del status quo y el orden social imperante en la colonia.
Los días pasaban, sin que Jota encontrase empleo, lo que hacía que con frecuencia se sintiera decaído. En estas ocasiones, pedía al viejo que le dejase acompañarle en sus jornadas de caza, y si bien al principio aceptó con reticencias, con el tiempo acabó acostumbrándose a su presencia, así como a la de Kaque. Definitivamente se había roto el hielo de su primigenia fría relación y ahora la cercanía y la confianza entre los jóvenes y su vecino, el señor, se acrecentaba de día en día.
Con el tiempo, y bajo las sabias enseñanzas de su vecino, Jota había aprendido a manejar bien el hacha, conocimiento que utilizaba para cortar leña con la que alimentar el fuego de la cocina, en la que Kaque se desenvolvía con magistral soltura.
Pero Jota se sentía cada día más culpable. Era consciente de que lo que hacía no era, ni mucho menos, suficiente para la vida que deseaba ofrecer a su familia. Necesitaban dinero y de alguna manera tenía que conseguirlo.
Todos los intentos que hasta ahora había realizado por buscar un empleo habían fracasado. Muchos capataces de puestos de finca eran nativos y no tenían órdenes de contratar a un blanco en tareas como: cargador, aserrador, recolector o transportista, que eran trabajos reservados exclusivamente para los negros, ya que eran duros y requerían de muchas horas de trabajo bajo un sol de solemnidad.
Y así pasaban los días para Jota, cada vez más desesperado porque no podía hacer nada para revertir su situación de desempleado. Y aún se sentía peor cuando pensaba que había pasado de tenerlo todo, de ser uno de los jefes de la plantación de su padre, a ser un colono más y, para más inri, sin trabajo. Si ya el encuentro con la Guinea Española había sido duro para él, ahora aquella villa de Río Benito en la que se encontraba junto a Kaque, era un lugar totalmente desconocido en el que ni siquiera podía usar la influencia de su renombrado apellido, ya que querían pasar totalmente desapercibidos, pues sabían que los hermanos de Kaque los estaban buscando.
Por fin, una noche, y animado por su joven mujer para que no desistiera en su afán por encontrar un empleo, Jota se armó de valor para volver a la finca de cacao. Aquel día madrugó y antes de las seis de la mañana ya estaba en las oficinas en espera de que abrieran las puertas. Resuelto, solicitó una entrevista con el capataz del puesto, al que quería convencer de que lo contratara, exponiéndole unos nuevos y revolucionarios argumentos.
El capataz escuchó en silencio y atentamente a cuanto Jota le decía, manifestando en sus expresiones tanto estupor como sorpresa. Tras unos segundos de reflexión, como intentando asimilar las razones que Jota le había expuesto, respondió afirmativamente a su requerimiento, no sin antes ponerle en antecedentes de las duras condiciones que asumía al firmar un contrato que conllevaba una larga jornada de trabajo, de sol a sol, al tiempo que entrañaba una gran exigencia física. Pero Jota ni pestañeó siquiera, incluso se mostraba eufórico ante la posibilidad que se le presentaba de, al fin, empezar a trabajar y solícito pidió al capataz que le extendiera el contrato laboral para estampar en él orgullosamente su firma.   
La curiosidad de aquel original, y posiblemente único, contrato estribaba en que Jota, para poder trabajar como obrero en la finca, renunciaba a ser hombre blanco para ser tratado como un negro guineano y gozar de sus iguales derechos laborales, de acuerdo a lo prescrito en Ley General del Gobierno de la colonia.
Aquel logro, ser tratado como hombre negro para conseguir trabajo, hizo que Jota se sintiera inmensamente feliz, porque significaba que, por fin, iba a poder aportar dinero para el mantenimiento y bienestar de su familia.  Aquel era un gran triunfo para él, quizás el primero, después de meses de sufrimiento y corrió a casa para contarle a Kaque la gran noticia. Se abrazaron con ternura y a la memoria de Kaque acudieron las palabras que su madre tantas veces le había dicho mientras la veía crecer: “que el valor de un sentimiento se mide por el sacrificio que se está dispuesto para hacerlo posible”.
A partir de aquel día, Kaque se ocupaba de las tareas domésticas, mientras Jota salía a trabajar todas las mañanas hacia la finca de cacao. Le reconfortaba tener un trabajo al fin y aunque pasaron casi dos semanas hasta que pudo adaptarse a aquellas labores tan especialmente duras, finalmente se acostumbró al frenético ritmo de las agotadoras jornadas, e incluso supo cómo disimilar ante los capataces un puntual descanso que, por lo demás verdaderamente precisaba, para evitar que un golpe de calor lo dejara sin fuerzas. Ello significaría que aquel día ya no podría trabajar y por consiguiente, tampoco podría cobrar. Porque el contrato contemplaba que el trabajo era a destajo, lo que significaba que “quien no trabaja, no cobra”.
Eran muchas las horas de fatiga que Jota pasaba bajo el sol, hasta el punto de que, a veces, parecía querer renunciar de su vida actual junto a su amada Kaque y sus pensamientos lo llevaban hasta el puerto de Santa Isabel, imaginando que subía al primer barco que zarpaba rumbo a España, donde haría realidad sus abandonados sueños de llegar a ser un destacado pintor en Europa. Pero a los pocos segundos, como despertando de un mal sueño, reflexionaba y se daba cuenta de que en aquella travesía no tendría vida, porque ya no imaginaba otra que la de vivir el resto de sus días junto a su amada y el hijo que esperaban. Guinea se había convertido en su hogar y ahora tenía motivos para seguir luchando, día a día, para alcanzar su meta, la cual no era otra que procurar la felicidad y el bienestar de su familia. Jota soñaba con que un día podría llevar a Kaque y a su hijo a España y recorrer juntos el mundo y que les enseñaría todo lo que había aprendido durante su intensa vida de estudiante.

Lágrimas de Sangre. 1968 Donde viven las historias. Descúbrelo ahora