Me cambio por ti

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Se asomaba el crepúsculo y las luces del atardecer tornaban a oscuras, desde lo alto de las montañas ya se acercaban en bandadas las aves de la noche. Kaque y Jota estaban de vuelta a sus respectivas casas, sonrientes y en una actitud de mucha complicidad. Esta vez, a lo largo de su camino, se juntaban con señores mayores acompañados de niños que venían de cazar; mirándoles por el rabillo del ojo sin decir nada. A la pareja ya no le importaba mostrar que estaban enamorados. Su nuevo compromiso había roto el anterior. Anduvieron unos metros, momento en el que, de repente apareció de frente un grupo de hombres avanzando rápido hacia ellos. Eran los hermanos de Kaque; también les acompañaba Nchama con una expresión de profunda tristeza y preocupación. Cuando llegaron a dos metros de ellos, se pararon, y antes de decir palabra, sus rostros se llenaron de indignación al ver a Kaque y Jota juntos y cogidos de la mano. Al instante Kaque adivinó cuáles eran las verdaderas intenciones de sus hermanos, al salir a su encuentro. En seguida miró a Nchama, quien a su vez la miraba a ella, transmitiéndole con sus tristes ojos, el terrible presagio de lo que estaba a punto de acontecer.
–Aléjate de nuestra hermana si no quieres acabar mal –dijo el mayor de los hermanos, dirigiendo a Jota una mirada desafiante–. Kaque, nos vamos casa ahora –dijo con una voz autoritaria y desafiante frunciendo aún más el ceño.
–No –respondió Kaque temerosa, juntando todavía más su cuerpo al de Jota–. Quiero estar con él y nadie podrá separarnos.
–Si me dan la oportunidad, les juro que yo amo a su hermana. Estaría dispuesto a casarme con ella según las leyes y costumbres del “país” –decía Jota intentando mostrarse conciliador, mientras avanzaba en actitud amistosa hacia ellos. Sin embargo fue empujado bruscamente por uno de los hermanos, lo que le hizo retroceder unos pasos y a punto estuvo de caer al suelo de espaldas. Intuitivamente, Kaque se interpuso entre Jota y sus hermanos para protegerlo.
El hermano mayor hablando en su lengua vernácula, insistió:
–Kaque, no lo voy a repetir. Si no vienes, lo que le pase a este blanco será culpa tuya.
Y respondió Kaque desafiante español:
–No me voy.
El mayor de los hermanos, al observar la actitud sublevada de Kaque, ordenó con un gesto a los demás hermanos que fueran a por Jota. Al instante, los cuatro hermanos lo habían inmovilizado y tumbado en el suelo, mientras el mayor sujetaba a Kaque para impedirle que fuera en su ayuda.
La hierba empezaba a teñirse de rojo de las inmisericordes golpizas que Jota recibía. En ese tiempo, Kaque no dejaba de gritar y llorar, intentando desesperadamente soltarse de las garras de su hermano. Tan dolorosa le resultaba aquella situación, que no hacía sino suplicar e implorar por la vida de su amado. Perdida ya toda esperanza de que sus hermanos cesaran en su ensañamiento contra Jota, Kaque dejó de forcejear con su hermano; se arrimó a su pecho y  llorando a moco tendido le dijo:
–¡Vale! Me voy con vosotros y me casaré con quien queráis, pero a él ya no le hagáis más daño.
Su hermano la miró detenidamente escrutando con los ojos si verdaderamente decía la verdad o solo trataba de proteger a Jota. Mientras Kaque sollozaba apoyando la cabeza en su pecho, pareció quedar satisfecho, porque a los pocos segundos ordenó que parasen la zurra. Quien también estaba sufriendo por la situación tan dramática era Nchama, quien se acercó a Jota, con el permiso de su marido y le ayudó a ponerse en pie.
–Déjale cerca de su casa –ordenó el mayor de los hermanos a Nchama, su mujer.
Ella asintió con la cabeza, y se llevó medio a rastras a Jota, quien con los ojos amoratados por los golpes recibidos, no podía ni ver. La sangre que manaba de sus heridas cubría toda su camisa; se oía entrecortada su respiración, la única palabra, a penas inteligible, que salía de su boca, era el nombre de su amada: Kaque. Nchama, esperó a que se adelantaran los hermanos para ir tras ellos conduciendo penosamente a Jota hasta las proximidades de su casa.
Kaque se fue con sus hermanos, llevando consigo una pena y un sufrimiento indescriptibles, para los que era incapaz de encontrar consuelo. Se encaminaba hacia un destino incierto al que contra su voluntad estaba siendo arrastrada por sus hermanos. Kaque padecía el suplicio de saber que quizás ya nunca más volvería a ver a su amado. Sentía que se la iba la vida y deseaba que la muerte la llevara consigo para reunirse con sus padres.
A medida que transcurrían los días, Kaque se sentía más sola y alejada de la realidad que tan infeliz le hacía.  Tenía muy presente a sus padres y más todavía a su madre, a quien recordaba con tanto cariño y con tanto orgullo de su labor mientras estuvo en vida. Su madre había sido una mujer fuerte, la piedra angular del hogar. Con ella los problemas tenían siempre fácil solución; admiraba el valor y el amor que albergaba por su familia su madre. Hasta tal punto de que se dio de baja en su trabajo como enfermera para dedicarse por completo al cuidado de sus hijos y retomar su trabajo en el campo. En la casa familiar vivían algunos a parte de sus cinco hijos junto a las mujeres de los hijos mayores, sus nietos, su suegra y no pocas ocasiones también familiares de sus nueras. La generosidad de su madre era tal, que no dudaba en acoger en su casa a sus hermanas de tribu cuando viajaban a Bata para vender sus productos agrícolas. Y allí permanecían el tiempo necesario, hasta haberlos vendido todos. A la cariñosa madre de Kaque, todos los miembros de la familia, desde los más chiquititos hasta los más grandes, la llamaban “Mamá”, porque cuidaba de todo y criaba a todos con el mismo amor sin distinción. Pero las cosas cambiaron cuando se puso enferma; misteriosamente, cada uno poseía su hogar, y ninguno de aquellos a los que tanto amor había dedicado a excepción hecha de sus propios hijos, la asistió en su enfermedad y la dejaron sola en su hecho de muerte.
Aquello, que Kaque vivió con apenas nueve años, marcaría para siempre su vida. La figura de su madre quedó imperecederamente grabada en su memoria. Y en momentos de tristeza y de gran pesar como el que ahora le tocaba vivir, lloraba desconsoladamente su ausencia, como la persona que ya no estaba, aquella madre que tanto la amaba y que habría dado su propia vida por verla feliz.






Saliste del costado de su costado, mujer;
eres madre y cuidadora de tus criaturas;
pese a tu complejidad,
resultas simple ante la naturaleza.

Mujer, el mundo ha decidido que el oro vale más que tú;
que durante el transcurso del tiempo:
han ahogado tu voz;
y repudiado como la letra escarlata;
y han hecho de ti ligera como la pluma.

¿Por qué han hecho de ti…
si, traes a ese hombre al mundo,
y hecho de ese hombre un hombre con destrezas y de futuro?
Pero aun así mujer, rema a favor de tu visibilidad.
Mujer, serena y esperanzadora.
                                                          (“Poema a la Mujer”. Inma Kathy)

Lágrimas de Sangre. 1968 Donde viven las historias. Descúbrelo ahora