⚜ 𝐈𝐈

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Daelina caminaba por los pasillos de la Fortaleza Roja junto a su hermano Daeron, un silencio denso acompañándolos en cada paso. La fortaleza, con sus paredes de piedra fría y su ambiente cargado de historia y poder, parecía amplificar el mutismo entre ellos, como si arrancarle una simple palabra a la joven fuera una tarea imposible. 

Daeron, a pesar de su constante vida dividida entre Antigua y Desembarco del Rey, siempre encontraba tiempo para su hermana menor cuando estaba en la Fortaleza. La observaba con una devoción que parecía ir más allá de la mera protección fraternal. Cada vez que caminaban juntos, sus ojos parecían buscar en ella algún indicio de vulnerabilidad, algo que le indicara que Daelina necesitaba su protección, pero ella, con su calma inmutable y su aire casi etéreo, nunca le daba ese lujo.

El joven príncipe, conocido por su destreza en el campo de batalla y su seriedad, se convertía en una especie de guardián impenetrable cuando se trataba de Daelina. Su presencia era una barrera invisible que mantenía a raya a cualquier pretendiente o joven que osara acercarse demasiado a la princesa. Para muchos, la devoción de Daeron hacia su hermana rozaba la obsesión.

Pronto, Daelina y Daeron llegaron a su destino, los aposentos de su madre. Al entrar, se encontraron con Aemond, su otro hermano, quien ya estaba allí, su presencia siempre imponente. Una cicatriz marcaba su rostro, un recordatorio de su valentía y del peligro que había enfrentado en su juventud, aunque no había perdido el ojo en el proceso. Su cicatriz era un testimonio silencioso. Alicent, que estaba en la habitación, se giró hacia ellos, su rostro suavizándose al ver a sus hijos juntos. 

—Hermano, —pronunció Daelina con su acostumbrada indiferencia, su voz suave pero carente de cualquier emoción que pudiera delatar lo que pensaba realmente. Para Aemond, estas palabras eran como un saludo vacío, sin calor, sin afecto.

Aemond la observó por un momento, sus ojos recorriendo la figura de su hermana menor, buscando alguna señal de desafío o desdén, pero, como siempre, Daelina era un enigma. Su quietud, su aparente desinterés, todo en ella lo desarmaba de una manera que lo irritaba. A pesar de su propia seguridad y orgullo, Aemond sentía que había algo en Daelina que nunca podría entender completamente, algo que la hacía única a los ojos de su madre, aunque ella no parecía interesada en competir por tal afecto.

—Ya me iba, —dijo Aemond finalmente, su tono medido y frío, como si no quisiera perder más tiempo en una habitación que, aunque estuviera su madre, ahora también contenía a dos personas que le eran incómodas. Sin embargo, al salir, su mirada se posó una última vez en Daelina, como si intentara descifrar ese misterio que ella representaba.

La tarde avanzaba con una quietud casi palpable en los aposentos de la reina viuda. Los rayos del sol se filtraban suavemente a través de los cortinajes, creando un juego de luces y sombras que parecía reflejar los pensamientos no dichos que flotaban en el aire. Alicent, con una serenidad adquirida a lo largo de los años, dirigió su mirada hacia su hijo Daeron, quien permanecía de pie, vigilante, como un guardián silencioso.

—Daeron, hijo, puedes irte —pronunció la reina, su voz firme, pero con un matiz de dulzura, una orden envuelta en el cariño maternal que siempre había guiado sus acciones.

Daeron, sabiendo que no había lugar para la discusión, simplemente asintió, su expresión impasible ocultando cualquier rastro de emoción que pudiera haber sentido en ese momento. Con un último vistazo, lleno de una devoción silenciosa hacia su hermana, salió de la habitación, dejando atrás un espacio que ahora solo pertenecía a las dos mujeres.

El aire en la estancia pareció volverse más pesado, cargado con las expectativas no dichas que se cernían sobre la joven princesa. Alicent, con la gracia de una reina y la preocupación de una madre, alzó una mano, señalando el lugar a su lado en el diván cubierto de suaves telas.

𝐑𝐎𝐘𝐀𝐋𝐓𝐘 - Lucerys VelaryonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora