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Vivir con tu padre a los treinta y dos años no era algo que estuviese socialmente normalizado, precisamente, pero siendo honesta, tampoco era yo de hacerle excesivo caso a la sociedad.

Desde que la vida nos intentó separar un par de veces de forma definitiva, decidí aprovechar el tiempo con él al máximo y no dudé ni un momento en animarlo a venirse a Madrid a vivir conmigo. Y ahí estábamos, como dos compañeros de piso en nuestro ático de la latina viviendo como buenamente podíamos.

Eso sí, nadie me avisó nunca que llegaba un punto de tu vida en el que tú te convertías en madre de tu propio padre y cuando no lo veías en casa a horas intempestivas, la alarma se encendía.

— ¿Papá?

— Está todo apagado, no está ¿no?

— Son las doce, es imposible que no esté, hoy salía con el taxi solo por la mañana.

— ¿Estará con la mujer esa?

— No lo sé, lo voy a llamar.

— Fina, por dios, relájate, que parece tu hijo.

— Voy a buscar el cargador.

— Lo tienes ahí...

— ¿Dónde?

— Ahí, al lado del libro del viejo ese.

Perfectamente pude aniquilarla con la mirada en ese momento.

— Es un cantautor que... bueno, qué más da, si nunca retienes nada de lo que te digo. – Dije en tono de reproche mientras ponía el móvil a cargar.

— De verdad, tía, qué coñazo. Para una noche que tenemos y aquí estamos, buscando al papá perdido.

— Mira, Esther, si tenemos una noche es porque tu ya habías cuadrado tu agenda semanal con tus otras cuatro novias.

— Vínculos, se llaman vínculos. Y son tres, lo que pasa que este lunes fue el cumpleaños de Silvia y nos fuimos fuera de Madrid a celebrarlo.

— Lo que quieras, pero no me reproches encima que haya subido un momento a recordarle a mi padre la medicación.

— Vamos a llegar tarde.

— Además eso, tenemos una noche y me llevas a una fiesta de lesbianas. Super romántico todo ¿eh?

— Qué pesada con el romanticismo, chica. Que es solo un rato, luego nos vamos a mi casa y aprovechamos bien la noche – Dijo muy cerca de mi cuello para luego dejar un beso en él. - Que mañana no curramos ninguna de las dos y podemos quedarnos en la cama hasta las tantas. Está todo pensado.

En cuanto el móvil se encendió llamé a mi padre sintiendo que el corazón me iba a una velocidad insalubre seguramente, por culpa de las mil películas que me estaba montando en la cabeza al no verlo en casa a esas horas.

— ¿Papá?... ¿Dónde estás? ¿Estás bien?... ¿Cenando? ¿Con quién?... Ya, perdón, es que me he preocupado. Bueno, solo recuerda que te toca la medicación quincenal. Duermo en casa de Esther ¿vale? Venga... si... un beso, te quiero.

Ala ¿Ya está la niña tranquila?

— Sí, vámonos. Aunque espero que sepas que voy sin ningunas ganas.

— Lo sé, llevas toda la tarde diciéndomelo desde que has salido del bar.

— Lo digo porque luego me verás allí con la cara hasta el suelo y te molestarás.

— Pero es que ya vas predispuesta a pasártelo mal, Fina. No puedes ir así por la vida.

— Esther, hemos ido mil veces a esa casa y por más que te digo que me siento siempre muy incómoda, me vuelves a llevar.

Rosas en el marDonde viven las historias. Descúbrelo ahora