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Aquel viernes la tristeza y la nostalgia me ganaron la batalla de pleno.

Recuerdo como sentada en el borde del escenario y mientras intentaba empujar sin éxito esos sentimientos feos que a veces venían a visitarme, la soledad tocó mi hombro con soberbia. Me giré y la vi más nítida que nunca, supe que ya no había marcha atrás y la instalé de nuevo en mi pecho. Era la mala, la que no eliges, la que no te da paz, sino desesperanza y miedo. Y es que con la superioridad moral que solo ella puede permitirse, dibuja una nube negra dentro de ti sabiendo que no vas a detenerla porque estás paralizada. Porque asumes que tiene razón, que eres suya y de nadie más y que ya no sabes qué hacer para que eso cambie.

Mi vuelta a Madrid, a pesar de que necesité disfrazarla de ilusión y de cosas bonitas, nunca significó despojarme de ese abismo que se había expandido de forma preocupante y oscura dentro de mí. Nada iba a ser tan horrible como mi experiencia en Nueva York, pero empecé a entender que todo sería igual de desolador cuando cerrara las puertas de casa y me encontrara frente a frente con esa tristeza que nadie iba a apartar de mi lado dándome simplemente un abrazo o mirándome a los ojos.

El único amor que había en mi vida era el que me devolvía el teatro. Esa energía que yo ya necesitaba sentir como me subía por los pies cuando tocaba las tablas. Y sí, entendía de sobra que todo eso lo creaba mi cabeza para sobrevivir, pero me daba igual, era placentero y a veces me curaba.

Pero aquellas paredes también tenían un poder intensificador. Todas las emociones, incluso las malas, allí dentro se hacían gigantes y se permitían el lujo de quedarse, de recrearse, de ponerse frente a mí y obligarme a conversar con ellas. Pero no siempre era capaz de asumir el discurso y de actuar en consecuencia. No siempre se puede gestionar con buen talante el hecho de que el dolor salga de tu cuerpo, se te ponga delante, lo mires a los ojos y os hagáis preguntas incomodas. No todos los días puede una luchar consigo misma. Hay momentos que las fuerzas flaquean y solo queda huir de todo eso, escapar.

Y es lo que hice. Salí del teatro y cerré bien las puertas siendo consciente de lo que se quedaba allí dentro. Teniendo claro que era necesario volver a tener esa conversación, pero que aquel no era el día.

Me sequé las lágrimas, respiré hondo y di un paseo por los alrededores. Necesitaba beber y no olvidar, como aquella canción de Manolo Tena que siempre me hacía sentir tan comprendida.

"Quiero ser mar, solo consigo espuma"

No había una frase que definiera mejor como me había sentido siempre. Pasar de puntillas por la vida es una sensación terrible, sobre todo cuando nunca dejas huella en la de los demás.

Entré a un par de bares para ver el ambiente y al sentir como se me clavaban las miradas, tuve que cerrar la puerta al instante de abrirla.

En el tercero me quedé. Por fuera tenía un aspecto nada prometedor, pero al entrar era otro mundo. Sonaba "All of me" de Billie Holiday y no pude no quedarme. Las luces tenues, los allí presentes relajados y cada uno a lo suyo. Justo lo que necesitaba. Pedí una copa y me senté en una mesa apartada con unos sillones. Recosté allí mi cabeza y cerré los ojos mientras pasaba el dedo por el borde de mi vaso al ritmo del mejor Jazz.

Y cerraba los ojos porque si los abría me recrearía exageradamente en la pareja que tenía justo a la altura de mi mirada. Hablaban tranquilos sin soltarse las manos y se miraban como si no hubiese nada más allí. Era una imagen perfecta y me imaginé que algún día alguien disfrutara de esa escena mirando a mí y a mi acompañante.

Me pregunté cómo se sentiría no tener que reparar en otras historias y centrarte en la tuya, en la que tenías frente a ti, en los ojos que veías brillar por ti y por los cuales también brillarían los tuyos. Hablar de la vida con esa música de fondo y cerrar los ojos solo para dar un beso. Porque lo bonito, en ese caso, estaba en la realidad y no en tus sueños.

Rosas en el marDonde viven las historias. Descúbrelo ahora