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Aquella noche me quedé con una sensación extraña. Como si algo terrible estuviese sucediendo mientras yo no dejaba de celebrar.

A Luisi y a mi nos habían seleccionado para el musical de Marta y, dada nuestra suerte en los últimos castings, teníamos que darnos un buen homenaje.

Los días entre semana el Rocanrol cerraba a las tres, pero Amelia propuso montarnos una fiesta improvisada para festejar las buenas noticias y a nadie se le ocurrió declinar la oferta. Así que, al ver que apenas había clientes, cerramos un poco antes y sacamos la artillería pesada: Los vasos de chupitos.

Y entre botellas de tequila y canciones algo más modernas que las que se frecuentaban en el bar, se nos hizo de día.

Ana y Miriam, mis otras dos compañeras, se marcharon poco antes del amanecer y yo, cuando mi jefa y su chica llegaron a ese punto en el que todo les daba igual y empezaron a besarse como si no hubiera un mañana delante de mí, me marché.

Qué envidia me daban. Tenían una relación preciosa a pesar de haberla construido a base de muchos errores. Pero también de mucho arrepentimiento sincero, mucho perdón y mucho entendimiento. Y lo que más admiraba de ellas es que supieron reconocer en la otra a esa persona. Siempre lo tuvieron claro.

— ¿Y cómo seguías ahí si veías tantas banderas rojas?

— Porque todas eran de mentira. De pegatina. Lo rojo se despintaba con facilidad, Fina. Solo había que frotar con un poco de cariño de verdad, del que nunca le habían dado. – Me dijo Amelia en una de nuestras conversaciones de tarde, cuando el bar estaba vacío. – Y porque la miraba a la cara y algo me decía que en un futuro la tendría delante y le daría sentido a todo mi pasado. Y fíjate, mi presente lo confirma. No me equivocaba.

Qué difícil era que todo eso se pudiera dar en dos personas. Coincidir. Anudar la paz que de verdad considero que debe subsistir en el amor y hacerlo entre dos mundos diferentes y entre dos corazones tratados de formas muy adversas. Pero ahí estaban. Una relación hecha a base de ensayo y error. A prueba de casi todo.

Y como me apetecía encontrar algo así. Sobre todo, cuando el alcohol empujaba la melancolía a la garganta.

Hacía mucho que no llegaba a casa tan tarde – O tan temprano. – Y tan perjudicada. Deseaba no cruzarme con mi padre, pero no hubo suerte.

— Buenos días, papá. – Dije con la voz ronca y masticando las palabras con dificultad. – O buenas noches. Voy a dormir un rato.

— Fina.

— ¿Sí?

— ¿No te has enterado?

— ¿De qué? – Miré el móvil con mucha lentitud. - ¿Me has llamado? Se me apagó justo cuando te avisé de que me quedaría en el bar.

— Te he llamado varias veces, sí. – En ese momento, a pesar de la borrachera de manual que llevaba, entendí que me estaba hablando de algo grave. Tenía los ojos húmedos y el gesto desencajado.

— ¿Qué ha pasado? Me estás asustando.

— Anoche el teatro salió ardiendo.

— ¿El teatro? ¿El de Marta?

— Sí.

— Dios mío ¿Cómo ha sido?

— No lo saben aún, pero ella estaba dentro.

— ¿Qué? – Y el alcohol se evaporó de golpe. – Dime que estás bromeando, papá.

— No. Por suerte la encontraron viva, pero está muy mal, hija. – Se le rompió la voz.

Rosas en el marDonde viven las historias. Descúbrelo ahora