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De aquel océano inmenso que retumbaba en sus ojos tristes habían salido rebeldes un par de lágrimas que se habían asentado en sus labios. Y aquel beso me supo a mar, y el mar siempre es consuelo.

Su dolor seguía presente en aquella coreografía salvaje que bailamos por todo su piso. Sus suspiros se estaban clavando dentro de mí como agujas, pero por unos instantes creí que de aquella forma tan bonita estaba borrando un poco su dolor.

Ya en su habitación, nos separamos unos segundos, pero ella volvió a mirar con fijación mis labios y yo agarré con contundencia sus mejillas para seguir besándola despacio y a la vez con ganas, cada vez con más.

Sus manos se resbalaron hacia la zona baja de mi cadera y allí apretó y me acercó a la suya con urgencia. Los besos ya se habían descontrolado. Yo mordía sus labios, ella besaba mi cuello mientras yo colaba las manos por debajo de su camisa, de nuevo mirarnos a los ojos para darnos el permiso de seguir. Más mordiscos que escondían gemidos roncos y creo que sentir mis manos buscando desesperadamente su pecho la detuvieron en seco y me miró, esta vez diferente.

La respiración agitada casi no le dejaba mencionar palabra, pero entendí que algo no iba bien. Cerró sus ojos y colocó sus manos frente a mí para pedirme tiempo.

— ¿Estás bien? Marta, podemos dejarlo...

— No, estoy bien. – Acertó a decir en una bocanada de aire.

Al ver que retomaba su intento, la ayudé a desabrocharse la camisa mientras volvía a sus labios para seguir con lo que habíamos pausado, pero esta vez lo hice con más cuidado y reparando en sus reacciones. Ella ya no tenía tanta urgencia y se dejaba hacer. Algo que me hizo detenerla de nuevo.

— Marta, vamos a dejarlo.

— No, por favor, déjame intentarlo.

Ella se despojó de su camisa con prisa y también muy torpemente, la respiración agitada no cesaba y esta vez nada tenía que ver con la excitación. Estaba agobiada, pero le daba aún más miedo parar aquello y aquella imagen viendo como intentaba seguir con algo que le costaba un mundo me pareció desoladora.

La agarré de las manos y me miró algo asustada.

— Marta, para. No tienes que intentar nada.

— ¿Por qué? Te prometo que puedo, es que... – Volvió a apartar sus manos de las mías y las llevó al broche de su pantalón.

— Por dios, para. – Agarré su mentón para que me mirara. – No quieres hacer esto y yo tampoco.

— ¿Tú tampoco? – Me preguntó con la voz de una niña confusa y con los ojos brillantes y llenos de miedo.

— No, así no.

— Lo siento, de verdad, lo siento... es que...

— Es que nada, no tienes que darme ni media explicación. Simplemente no es esto lo que necesitas ahora mismo y ya está.

— Cierro los ojos y veo llamas tirando abajo las paredes del teatro, Fina. No estoy bien. – Se le rompió la voz y se sentó en la cama.

— Eh... – Intenté acariciar su espalda para calmarla. – Lo raro sería que estuvieras bien. Es horrible lo que ha pasado.

— Siento mucho haberte dejado así, no quería...

— Marta, ya está, eso es de lo último que te tienes que preocupar ahora mismo – Me detuve a observar su suspiro y vi como tragaba saliva mirando al suelo. - ¿De verdad te agobia tener que parar?

— Un poco. – Me miró a los ojos con terror. – Si te pierdo ahora por esto... yo...

— ¿Cómo me vas a perder? Esto lo hemos empezado las dos y lo hemos parado las dos. No hay nada extraño, ha sido un momento de debilidad del que ya hablaremos más adelante. Ahora tienes que intentar estar bien ¿me oyes?

Rosas en el marDonde viven las historias. Descúbrelo ahora