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— Prima

— ¿Qué? – Balbuceé mientras limpiaba un vaso sin dejar de mirar a la nada.

— Que si me vas a poner el café antes de que sea hora de ponerme una cerveza.

— Ay, tu café. Perdona.

— Tremenda resaca ¿Eh?

— Que va, estoy bien.

— Si estás ida, Fina.

— Ya, estoy un poco dispersa.

— Oye, anoche vi por aquí a la doña. Parece que se ha recuperado rápido del susto.

— Sí, la verdad que es una mujer muy fuerte. Es admirable. – Por primera vez en toda la mañana, hablé con contundencia a mi prima, mirándola a la cara. Con razón, ella se sorprendió.

— Quien te ha visto y quien te ve.

— Ya.

— Me dijo tu padre que te estabas tomando muchas molestias con ella, que casi no te has movido del hospital. Y a mí llevas toda la semana dándome largas y diciéndome que estabas estudiando ¿Por qué me has mentido?

— No quería que me dieras el sermón, María.

— No iba a darte ningún sermón, pero dime ¿Por qué has ido tanto a verla? ¿Es qué te sientes culpable? Por que eso si que te lo puedo quitar pronto de la cabeza, vamos.

— No sé, es extraño lo que me pasa con ella.

— Uy... que ahora resulta que te va a molar tu ex jefa y la tía a la que más has odiado del mundo.

— Precisamente por eso es extraño – No pensaba ahondar en lo que había pasado con Marta, pero necesitaba soltar con alguien que era ella el motivo de mi dispersión. – Porque Marta es todo eso que dices, sí, pero también ha sido parte de mi vida, es que la conozco desde siempre.

— Como la canción de Malú.

— ¿Qué?

— Nada, cosas de lesbiana melómana que no entenderías, tú solo escuchas cantautores.

— Bueno, que eso... lleva toda la vida formando parte de mi casa de alguna forma y darme cuenta de que nunca llegué a conocerla y que ahora acabo de hacerlo de repente, es muy raro.

— Ya... – Dijo mirándome con sorna.

— Pero que no tiene más importancia, María. No me mires así. – Dije engañándome en voz alta y engañando a mi prima para no hacerlo más real. – Que es solo que la tengo delante y me entran como unas ganas de...

— De empotrarla contra alguna butaca del teatro.

— No, idiota. Mira que eres bruta.

— Es de familia, ya lo sabes.

— Sí. – Suspiré. – Da igual, déjalo.

— No, no da igual. Cuéntame.

— No quiero que te rías de mí.

— Sabes que yo no voy a hacer eso, Fina. ¿Ganas de qué?

— Pues de protegerla... – Solté mirándola a los ojos con algo de timidez. – No sé, de cuidarla. Está tan sola y lo ha pasado tan mal que...

— Ay, mi pequeña. Es que eres un trocito de pan – Me abrazó y dejó un beso en mi frente. – Pero no te preocupes, tú tienes que mirar ahora por ti, seguro que ella ya tiene quien la cuide.

— Es que creo que no, María. Esto que acabas de hacer tú, algo tan simple como darme un abrazo de la nada porque sabes que lo necesito y que estoy un poco perdida, creo que ella no sabe lo que es. Y estamos tan acostumbrados a mirar por nosotros mismos que al final, la gente como Marta acaba sola porque damos por hecho que alguien tendrá, y no. Necesita a alguien que le de un poco de atención, solo un poco. Y a mí me nace hacerlo.

Rosas en el marDonde viven las historias. Descúbrelo ahora