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La butaca número siete de la fila cinco era la de la visibilidad perfecta.

Y también la que impregné del perfume que siempre usaba mi madre.

Era su butaca. Ella nunca necesitó lujos materiales. Nunca tuvo bolsos caros, ni un vestidor lleno de zapatos, ni abrigos de piel de animal, no los necesitaba a pesar de que se los pudiera permitir. Pero su butaca en su teatro era su pequeño capricho. Siempre se la dejaban reservada junto con las dos de al lado para todas las funciones del teatro de la latina. El teatro de su corazón porque era el de su gran amiga Lina y lo sentía como suyo.

Su teatro, y ahora el mío. A veces la vida es un círculo perfecto y cuando sientes que llegas a cerrarlo, el placer es casi celestial. 

Así que yo ya no podía sentarme en otra butaca. Y mucho menos cuando lo hacía para pegar la cabeza al respaldo, cerrar los ojos y respirar fuerte.

Los nervios me estaban apretando el estomago y necesitaba relajarme para dirigir aquella prueba lo más dignamente posible sin estar yo temblando más que las propias candidatas.

En ese momentito que me permití para mí, recordé las risas de la noche anterior. Esa noche entendí por primera vez como debe sentirse una familia en una cena cualquiera. Hablando de lo rica que estaba la comida, discutiendo sobre cuál es la forma correcta de hacer la tarta de queso y después, subiendo la intensidad, nos pasamos a los recuerdos bonitos de la niñez y también a los tristes, porque me permitieron sacar mi tristeza para arroparla y eso para mí fue tan nuevo, que me emocionó. 

Al fin y al cabo, aquel calor hogareño me derritió un poquito el hielo que sentía que ya se me estaba clavando en los pulmones y que no me dejaba respirar. Y aquella noche pude hacerlo por fin. Pude respirar e impregnarme de todo el amor que había en el aire porque me lo permitieron y me lo ofrecieron en bandeja. Y creo que ninguno era consciente de cuanto lo necesitaba.

— Marta – La voz de Carmen me sobresaltó. – Perdona, es que quería hablar contigo antes de que empezara la prueba.

— Claro, dime.

— A ver, es que he estado hablando con Joaquín, me ha contado lo que está haciendo y me he dado cuenta que apenas queda trabajo para mí.

— ¿Y estás preocupada? – Le pregunté con ternura.

— Bueno, a lo mejor una mijita sí. 

— Ya. Normal.

— Yo entiendo que es tu familia y que siempre que puedas le vas a dar trabajo, pero yo necesitaría saber si vas a dejar de contar conmigo, porque quiero organizarme un poco la vida si es así. En estos días solo me dedico a acompañarte, pero como hacer, no hago nada.

— Y así seguirá siendo.

— No te entiendo.

— Quería contártelo de otra forma, Carmen, pero no quiero que sigas pasándolo mal viendo que las tareas que le doy a Joaquín son las que tú siempre has hecho.

— Pues tú dirás. – Se sentó a mi lado con un gesto de preocupación evidente.

— ¿Tú de verdad crees que yo te apartaría de mi lado, así como así?

— No lo sé, Marta. Creía que no, pero bueno, las cosas pueden cambiar y lo entendería.

— Las cosas van a cambiar.

— Sigo sin entenderte.

— Quiero que seas la coreógrafa del musical y, además, si te apetece, podría darte el papel de alguna de las bailarinas. Eso queda a tu elección.

Rosas en el marDonde viven las historias. Descúbrelo ahora