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Por primera vez en mis cuarenta años, sentí que abrir los ojos era empezar una nueva vida. Ni siquiera puedo explicar todo lo que se me movió por dentro al verla acurrucada a mi lado, abrazando mis sábanas y, de alguna forma, sujetando mi bienestar.

No éramos nada más que dos viejas conocidas que volvieron a chocar en la vida cuando más se necesitaban. Dos almas perdidas que se encontraron y se pararon a mirarse y a reconocerse. Dos mujeres que no eran nada, que no tenían prisa, pero con mucha intención. Y a mí me aterraba pensar que yo ya quería que se quedara allí para siempre.

No pasó nada y yo no se lo puse fácil, pero su reacción fue tan bonita, que su abrazo me provocó más placer del que nada ni nadie me había provocado nunca. Fue la mejor noche de mi vida, a pesar de estar rota por otros motivos. Así que imaginé como me podría sentir el día que estuviera bien y otro beso diera el pistoletazo de salida a una noche perfecta. La imaginación no me daba para tanto, pero tenía claro que era algo que quería comprobar a toda costa y siempre que ella me diera una respuesta positiva.

Me quedé un rato sentada en la cama, leyendo y disfrutando de sentir su respiración en mi cintura. No sabía que detalles tan pequeñitos pudieran hacerme tan feliz.

Pero, a pesar de la comodidad, yo estaba acostumbrada a madrugar mucho y aquel rato ya se me empezó a hacer largo. Fina no despertaba. Recordé con ternura lo dormilona que era de pequeña y me levanté a bajar la persiana para que no le molestara la luz.

Me dio tiempo de salir a comprar churros y chocolate y hacer café, zumo de naranja para las dos y unas tostadas. Yo, al menos, estaba muerta de hambre.

Poco después, parece que, al olor de las tostadas, apareció por la cocina con los ojitos achinados y el ceño fruncido.

— Buenos días. – Dije risueña. – Parece que alguien necesitaba recuperar horas de sueño. – Reí.

— Ay, Marta, lo siento... es que he dormido tan bien.

— No tienes que sentir nada. Llevas una semana durmiendo poco y mal por mi culpa, me alegra que hayas podido descansar por fin.

— ¿Y tú? ¿Has dormido bien?

— Como un bebé.

— La verdad es que tienes una cama comodísima.

— Pues nada, te la presto cuando la necesites. – Ella me miró ya un poco más despierta con una sonrisa preciosa. – Igualmente, en mi caso creo que ha sido la compañía lo que me ha ayudado a dormir mejor. – Yo ya iba a por todas, necesitaba tantear el terreno de alguna forma y saber si ella estaba en el mismo punto que yo.

— A mí me daba vergüenza confesártelo, pero yo también creo que ha sido la compañía y no el colchón.

Le devolví una sonrisa tímida mientras echaba el café en la taza con muy poca precisión.

— ¿Quieres café? ¿Chocolate? ¿Zumo?

— ¿Puede ser un poco de todo?

— Claro – Reí.

— Me comería un caballo ahora mismo.

— Anoche no te ofrecí nada de comer. – Bajé la voz. – Literalmente, además.

— Marta... – Ella soltó una carcajada. – Bueno, me gusta que te lo tomes con humor. Ayer estabas muy afectada por no poder...

— Bueno, respondiste tan bien que me tranquilicé.

— Pues así tienes que seguir, tranquila.

— Estoy tranquila, sobre todo porque no has salido corriendo al despertarte. Eso dice mucho.

Rosas en el marDonde viven las historias. Descúbrelo ahora