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Mi primera semana en Madrid estaba provocándome el efecto contrario al resto de la humanidad cuando ponía un pie en la corte. Me estaba proporcionando la paz que tanto necesitaba para convencerme de que mi nueva vida era la que quería vivir. Y era placentera la sensación de saber que nadie podría imponerse a ello. Ahora ya no.

El primer objetivo ya estaba cumplido. Ese templo que tanto había visitado de la mano de mi madre y que tantos recuerdos me traía de la infancia, ya era mío.

Aquel teatro era especial. Mi tía Digna, la hermana de mi madre, se pasó temporadas haciendo musicales y funciones de obras clásicas y mis primos y yo, de muy niños, jugueteábamos por estas tablas y por los camerinos como si se tratara de nuestra propia casa. Isidro y Adela me volvieron a llevar otras tantas veces cuando ya mi madre no estaba, y después lo siguió haciendo Isidro solo porque sabía lo importante que era para mí no perder la costumbre de ir a ver ciertas obras.

Recuerdo perfectamente como Isidro soltaba a Fina de la mano una vez pasada la puerta principal y ella correteaba feliz por el pasillo del patio de butacas con las entradas en la mano y buscando nuestro sitio.

— Marta, yo de mayor voy a ser acomodarora.

— ¿Qué vas a ser qué? – Isidro y yo siempre reíamos con sus ocurrencias.

— Sí, lo que hacen esos señores – Señalaba descaradamente a los acomodadores de la sala.

Mientras, yo, ya más crecida y con una tristeza que entonces consideraba crónica por la ausencia de mi madre, solo deseaba con fuerza volver a ser esa niña que nunca se imaginó que la gente que me quería bien y de verdad, se iría marchando poco a poco y sin previo aviso.

Igual que Fina ya soñaba de pequeña trabajar en un teatro, yo también lo hacía, pero de forma más ambiciosa. Tener un teatro en propiedad era uno de mis sueños y mis metas. Y no solo era algo que deseaba con fines empresariales, creativos y económicos, si no también emocionales. Cada vez que me lo imaginaba como una realidad, cerraba los ojos y me sentía arropada, abrazada y protegida como tanto añoraba sentirme. Una sensación que solo asemejaba un poco a la de cuando mi madre me besaba en la frente cada noche y yo me convencía de que, después de ese momento, nada malo podría ocurrirme. Que los monstruos de debajo de la cama o de dentro del armario, se evaporaban con el sonido de un cuento al cerrarse y del beso más sincero que pueda existir.

Y yo pensaba que eran cosas de niña, pero aquel sentimiento era mucho más real de lo que me gustaría asumir. Solo mi madre fue capaz de salvarme de las garras de los monstruos, porque, cuando ella se marchó, yo me dediqué simplemente a sobrevivir en una selva a la que algunos tenían la osadía de llamar familia.

El caso es que necesitaba ese teatro para crear libremente y también para volver a sentir que tenía mi refugio y mi guarida contra esos monstruos. Que de alguna forma mi madre se había reencarnado en aquel lugar mágico, tierno y exigente, justo como era ella.

Después de una semana entera de preparativos, llegó al fin el día del casting. Estaba eufórica, expectante y haciendo trabajo de conciencia para asumir que el proyecto arrancaba y que ya no había marcha atrás.

— ¡Primo! Ayúdame con esto, por fa.

— Oye, no te aproveches que yo solo soy abogado. – Dijo mientras se le quebraba la voz al coger en peso unos bafles. – Ya me estoy arrepintiendo de haberme dejado liar por ti.

— No seas flojo, anda. Pero sabes que aquí no solo serás un abogado, serás mucho más. Mi mano derecha y mi persona de confianza.

— Eso, méteme más presión.

Rosas en el marDonde viven las historias. Descúbrelo ahora