El souvenir de los Borges

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Emilia avanzó por los oscuros pasillos de San Onofre, observando todo a su alrededor con atención. Algo estaba por suceder, y aunque no sabía exactamente qué, tenía la certeza de que no sería nada bueno. Los presos, armados con facas y con una excitación palpable, se movían con una energía que destilaba violencia. Pronto, el grupo se detuvo, y James, que caminaba a su lado, le apretó el brazo suavemente antes de inclinarse para hablarle al oído.

—Ahora vuelvo, quédese con Dios.

Emilia frunció el ceño, pero antes dede que pudiera preguntar algo, Mario, Barny y James se apartaron, tomando un camino diferente y dejando al resto de la banda en espera.

—¿Qué pasa acá? —le preguntó a Diosito, quien sonreía con satisfacción mientras animaba en voz baja a Cristian, que lucía el mismo platinado villero en su cabello que el menor de los Borges—. ¿Y vos qué te hiciste?

—Viste, Emi. Somo' como gemelo' ahora —respondió Diosito, orgulloso.

El rubio le rodeó los hombros con su brazo libre y la atrajo hacia él. Emilia arrugó la nariz al percibir lo transpirado que estaba Diosito, pero se mantuvo cerca. El resto de la banda estaba inquieta, ansiosa por la escena violenta que se avecinaba. Podía sentir cómo algunos aprovechaban el momento de estar amontonados en el pasillo para mirarla de arriba abajo.

—Pa' mí a la Emi le quedaría bien el platinado este que tenemo' nosotro' —dijo Diosito mientras le tocaba el cabello, despeinándola aún más.

—Dejate de romper las pelotas, Dios. Yo estaba durmiendo y vos me despertás y me metés en esto.

—Y bueno, boluda —respondió el rubio, acercándola más por los hombros—. Tenemo' que ir a romperle el orto a los villero' estos. Y vo' formá' parte de la banda ahora, ¿no ve' que vino el Moco también?

No pasó mucho tiempo antes de que los tres que habían desaparecido regresaran, pero no estaban solos. Colombia y Barny custodiaban a un hombre con la cabeza cubierta por una funda de tela. Lo llevaban con un largo palo atado a ésta, manteniéndolo a distancia. A pesar de la oscuridad casi total de la noche, Emilia pudo distinguir el torso tonificado del hombre, cubierto de cicatrices de torturas pasadas. Parecía estar hecho de piedra, tan firme era su musculatura. Casi sin querer, se preguntó cómo sería su rostro. No tuvo que preguntarse, en cambio, sobre su olor, pues apenas cruzaron la puerta que los separaba de la cárcel vieja, un hedor fulminante invadió las fosas nasales de todos.

—¿Te acordá' que nos quedamo' con un souvenir'? —le susurró Diosito al oído, refiriéndose a la conversación sobre el motín de las palomas. Y bueno, ella también se hubiese quedado con ese souvenir.

El grupo continuó su marcha hacia el patio, con Emilia y Cristian caminando junto a Diosito, quien rodeaba los hombros de ambos como si fueran sus protegidos, completamente inconsciente del olor a chivo que desprendía. Cuando la reja se abrió, salieron al patio.

Emilia nunca había estado en el patio. Mario prácticamente le había prohibido ir ahí, y ni James ni Diosito habían querido llevarla. Dejó que su mente imaginara cómo habría sido si, en lugar de ser llevada al pabellón de los Borges, Antín la hubiese mandado al patio. Entrar allí daba miedo. La palabra hacinamiento quedaba corta para describir la situación. Era una villa en miniatura, con covachas amontonadas y medio derrumbadas, una prueba más de la gran diferencia entre los presos que ponían la tarasca y los que no. La música sonaba a todo volumen, una cumbia villera que Emilia nunca había escuchado. El olor en ese lugar competía con el hedor del hombre souvenir. Evidentemente, todos estaban borrachos y empastillados.

La música se cortó de golpe cuando Mario pateó el parlante. La banda entera se había adentrado en el patio. En el silencio repentino, los villeros les prestaron atención.

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