Tras las rejas

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Arriba del escritorio había un desayuno preparado con esmero: café, jugo exprimido, medialunas, sándwiches de miga, tostadas... hasta un racimo de uvas. Emilia no pudo evitar que se le hiciera agua la boca al verlo. Las últimas semanas en la comisaría habían sido casi como un ayuno intermitente eterno, roto únicamente al mediodía con una pasta de dudosa procedencia que le traían. El gusto horrible de la pasta la hacía sospechar que venía en una lata vencida.

Sin dudarlo, alargó la mano y tomó varios sándwiches de miga mientras escuchaba la puerta de la oficina abrirse y cerrarse rápidamente.

—¡Acá tengo al señor! —gritó casi Antín, guiando con una mano en la nuca a un hombre gordo, con bigote y cara de pocos amigos.

Sergio se sentó en su lado del escritorio, mientras el hombre gordo se acomodaba junto a Emilia. Ella se tomó el jugo casi de un sorbo y pasó la vista de uno a otro.

—Este es Mario Borges. Vas a ir al pabellón con él. Te van a cuidar el culo ahí. ¿No es así, Mario?

El aludido se giró para mirar a la chica. La observó detenidamente por un largo rato. Algo pareció iluminarse en sus ojos, y una sonrisa se dibujó en su rostro.

—Por fin nos conocemos, piba.

Mario y Emilia se miraron en silencio. Él seguía sonriendo, y ella lo miraba sin dejar de analizarlo. Sergio interrumpió la tensión:

—Emilia, quedate tranquila. Confía en mí. Y vos, cuídala. Que ninguno de esos tipos le rompa las pelotas o los meto a todos juntos en el buzón. ¿Entendiste?

—Vos fumá que yo me encargo... como siempre —dijo Borges, haciendo un gesto con la mano. Antín se quejó, pero nadie le prestó atención—. Vamos, piba.

El olor espantoso que se respiraba en el penal era algo que Emilia nunca olvidaría. La gente rara con la que se cruzaba estaba completamente absorta en una realidad paralela. La mayoría estaba bajo los efectos de alguna droga. Cada paso que dio por los pasillos de la cárcel fue una locura. Todos los presos gritaban y la miraban sin comprender qué hacía allí. Lo que sí comprendía era que, si Mario Borges y Capece no la hubieran acompañado, seguramente habría terminado en un gran lío con los tipos que estaban por todos lados.

No tardaron mucho en llegar al pabellón de los Borges. La realidad era que estaban como querían. Lo primero que vio fue un sillón grande frente a la televisión, con una PlayStation conectada. Parecía mucho más ordenado que el resto de la cárcel y no había tanto olor desagradable. O quizás se le había acostumbrado el olfato en el poco tiempo que había estado allí. No pudo evitar mirar una cantidad considerable de cocaína sobre una mesa cuadrada.

—¡Muchachos! —llamó Borges al resto de los hombres presentes, haciendo que estos se giraran para verlos—. Ella es Emilia, la piba de la que les hablé ayer.

Todos miraron a Emilia. En San Onofre nunca había estado cumpliendo condena una mujer, y ella no parecía el tipo de mujer que podría terminar en un lugar como ese. Uno de los hombres se acercó sonriendo, con los dientes destrozados. La abrazó por los hombros, sorprendiéndola, y la atrajo hacia el resto del grupo.

—Yo soy Diosito. Si necesitá' algo, me lo pedí' a mí —le dijo, mirándola de cerca—. Acá están Barny, Calambre, el Moshisha, Colombia...

—James —lo interrumpió el colombiano con una sonrisa de costado, asintiendo en saludo a ella. Probablemente, si se hubieran conocido en otras circunstancias, Emilia habría notado lo atractivo que era el colombiano y habría intentado entablar una conversación para escuchar ese acento más de cerca. Pero ahora estaba tan abrumada por la situación de caer en cana que prácticamente ni lo miró.

—Y este es el Moco.

Un joven carilindo le sonrió con un poco de miedo. Antín le había contado sobre él y la cagada que se había mandado. Los Borges también lo estaban cuidando.

—Cuidado, Moco, eh... no le vaya' a mirar el culo a Emi que es una amiga —se rió Diosito, todavía sosteniéndola por los hombros, para luego dirigirse a ella—. Es medio pajero este pendejo. Está en la flor de... no sé... la flor de la eda' o como mierda se diga.

Emilia seguía sin pronunciar palabra. Cómo había terminado ahí y, además, con esta gente con cara de delincuentes teniendo que cuidarle el culo. Bueno, sabía cómo había terminado presa. Pero igual, de repente todo era muy turbio.

—¡Soltá a la piba! Dejá de romperle las pelotas —habló Mario, acercándose—. Dejála que se acomode.

—Los primeros días son difíciles, hasta que le agarrás el ritmo —le comentó Barny, el tipo más alto que había visto.

—Acomodate, piba. Acá es así: del pabellón no salís sola. A las duchas, te acompañan. Al comedor, te acompañan. Al patio no vayas ni en pedo, que los negros de mierda te llegan a ver acá adentro y te hacen diez pibes en dos minutos.

—Gracias —dijo ella por primera vez, saliéndose del agarre de Diosito y levantando el bolso que se le había caído cuando el rubio la abrazó.

Colombia - el marginalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora