El joven Aidan Gallagher ha dedicado toda su vida a ayudar a su padre en la librería, pero su mundo cambia inesperadamente cuando una actriz entra por la puerta.
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—Tienes demasiada influencia en la gente —dijo Aidan, metiendo las manos en los bolsillos de sus jeans.
Las calles estaban desiertas; a esa hora muy pocas personas caminaban. Emily llevaba gafas oscuras a pesar de ser de noche. Aidan pensó que tal vez quería pasar desapercibida, como la vez anterior.
—Más de lo que me gustaría —admitió Scott, pero luego sonrió con orgullo—. Aunque esta vez lo hice por una buena causa. El libro es demasiado bueno; me lo terminé hoy.
Una sonrisa se dibujó en el rostro de Aidan aliviado al escucharla. Por un momento, (antes de que viera la historia) temió que el libro quedara olvidado en algún rincón. Pensaba que Emily Scott no era de leer.
—Qué bueno que te gustó. Puedo recomendarte otros, si quieres.
Ella sonrió, con la mirada aún fija al frente. Aidan la observó de reojo, maravillado por la armonía de su perfil.
Recordó cómo su hermana hablaba siempre de ella. Podía recitar su biografía de memoria gracias a Emma. Estaba seguro de que, si hubiera sido su hermana quien la hubiera atendido ayer, la habría reconocido desde el momento en que entró en la tienda. Lo más curioso es que Emma iba a estar en la librería, pero por un proyecto del colegio, fue Aidan quien la reemplazó.
Cuando Aidan la vio nuevamente en la puerta, sintió como si una corriente eléctrica recorriera su columna, acompañado de un leve nerviosismo. Creyó que no la volvería a ver. Pensó que la sonrisa que le había dado el día anterior había sido una negativa, y no la esperaba.
—Mi hermana es tu fan —confesó Aidan—, dice que eres su mejor amiga.
Cada pisada que daban hacía crujir las hojas secas esparcidas en el suelo. Emily sonrió, divertida y amable.
—¿De verdad?
Aidan soltó una risa, asintiendo.
—Dice que algún día te aparecerás en uno de sus cumpleaños con un obsequio.
—Si algún día me invita, iré.
Aidan sintió que hablaba en serio, lo que le pareció un gesto amable, pero después no sabía qué decir; era la primera vez que hablaba con alguien famoso.
Su mirada se levantó, dándose cuenta de que ya estaban en las mansiones. Eran imponentes y ocupaban casi una cuadra, con raíces secas cubriendo sus paredes.
—Estas tienen un pequeño parque adentro —comentó, señalándolas.
—¿En serio? —preguntó Emily, acercándose a las rejas e intentando mirar adentro—. ¿Entramos?
Él negó con la cabeza, avergonzado.
—Ese es el problema, nadie puede entrar, tienen dueño.