El joven Aidan Gallagher ha dedicado toda su vida a ayudar a su padre en la librería, pero su mundo cambia inesperadamente cuando una actriz entra por la puerta.
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El teléfono sonó como si alguien lo hubiera arrojado contra las paredes. Un sonido punzante, insistente, que rompía el silencio espeso del departamento.
Aidan estaba sentado en la mesa de la cocina, los codos hundidos en la madera y la mirada perdida en ningún lugar. Frente a él, una taza de té que ya se había enfriado. No la había tocado. Max entró con su andar desgarbado y despreocupado, arrastrando las pantuflas.
—Está sonando el teléfono —dijo Max, señalando con la barbilla.
—Lo sé —contestó Aidan, pasándose la mano por el rostro como si intentara borrar el día.
Desde que Emily se había marchado por la mañana, el teléfono no había dejado de sonar. La primera vez, Aidan respondió sin pensarlo. Una voz de mujer, demasiado segura, demasiado afilada, preguntó si podía confirmar su relación con la señorita Scott. Dijo que llamaba de una revista. Aidan colgó sin responder. Las llamadas siguientes fueron idénticas. Apenas oía el nombre de una publicación, colgaba con más rapidez. En algún momento pensó en desconectar el teléfono, pero sus padres no se lo permitieron. "Podría ser alguien de la familia", dijeron. Aidan no discutió. No tenía fuerzas.
—¿Entonces no vas a contestar? —preguntó Max.
—No, Max. Puede ser un periodista.
La llamada se detuvo. Max se sentó frente a él, sin decir nada, observando el rostro de su primo, que parecía tallado en piedra.
Otro timbrazo. Max se levantó, como si una parte de él disfrutara el caos, el escándalo ajeno. Aidan apenas alzó la cabeza cuando Max ya tenía el teléfono en la oreja.
—Hola —dijo Max con su media sonrisa—. Sí, está aquí... —Miró a su primo, con su brazo estirado y el teléfono en la mano—. Aidan, es para ti.
Aidan resopló, sin moverse.
—No, Max. No quiero hablar con nadie.
Max abrió la boca para replicar, pero se detuvo. Asintió. Luego, con total naturalidad, dijo:
—Lo siento, Emily. Aidan no quiere hablar contigo.
Y colgó.
Aidan levantó la cabeza como si le hubieran dado una bofetada. El aire se volvió denso.
—¿Qué mierda acabas de hacer?
—¿Qué? ¿Por qué?
—Realmente no has hecho esa estupidez —se negó a sí mismo Aidan.
—¡Tú dijiste que no querías hablar con nadie! ¡Y te dije que era una llamada para ti!
—¡Pero no fuiste específico! ¡Si era Emily, ella es la excepción, idiota!
Max soltó un bufido, incómodo. Por primera vez había escuchado a su primo insultar cada dos por tres.
—Entonces si llama otra vez, te la paso.
—No, Max. Eso ya no sirve —murmuró Aidan, poniéndose de pie con la taza en mano—. Ella ya no llamará.
Y lo supo con la certeza con la que uno sabe cuándo ha cruzado un punto de no retorno.
Un silencio se deslizó entre los dos, largo y tenso. Aidan caminó hacia la ventana, pero se detuvo en seco. Del otro lado, en el patio de la casa vecina, un hombre con una cámara estaba esperándolo, el lente apuntando directo a la cocina. Aidan soltó un resoplido y sin más, se alejó de la ventana, caminando hacia la salida de la cocina.
Max, que había seguido el movimiento de su primo, alzó la mano y saludó al fotógrafo como si fuera un viejo amigo.
—¡Max! —volvió a decir Aidan, con los dientes apretados.
Max reaccionó por fin y tiró de la cortina, cerrándola de golpe.
La cocina volvió a sumirse en la penumbra. La taza temblaba levemente en la mano de Aidan, no por el té, sino por todo lo que no podía soltar.
•••
Los primeros días fueron insoportables. Cada notificación en el celular era un latigazo de esperanza que se apagaba en segundos. Abría el chat con Emily una y otra vez, como si al mirarlo pudiera invocar un mensaje que nunca llegaba. Se mordía el labio, dudaba en escribir algo –aunque fuera un simple "hola"–, pero entonces recordaba las últimas palabras que ella le había dicho, duras, crueles, y la mano se le caía de golpe.
Se sentía idiota por extrañar tanto a alguien con quien apenas había compartido unos días. Y, sin embargo, esos pocos días habían sido tan intensos que parecían una vida entera. Le había dado cosas que no daba fácilmente: confianza, ilusión, incluso una parte de sí mismo que ni siquiera sabía que quería entregar. Y ahora todo eso estaba tirado en el suelo.
Lo peor era la certeza de que, si Emily regresaba, él volvería a abrirle los brazos sin pensarlo. Y odiarse por eso era un veneno lento.
Releer los mensajes bonitos era una condena. Volver a las fotos, a los gestos pequeños, a la manera en que ella se inclinaba hacia él cuando se reía... todo lo encadenaba al recuerdo. Se levantaba cada mañana prometiéndose que ese sería el día en que dejaría de pensar en ella, y cada noche caía de nuevo en el mismo círculo, atado a su memoria.
La relación había sido breve, pero tan intensa que dolía como una herida profunda. A veces sentía que la conocía de toda la vida; otras, que era una completa desconocida.
En sus peores momentos, deseaba estar en los zapatos de Emily, meterse en su cabeza y saber si ella también lo extrañaba, si pensaba en él cuando se iba a dormir, si al menos una vez al día su nombre cruzaba su mente. Pero la duda era peor que la respuesta.
Cuando se lo contaba a sus amigos, era otra tortura distinta:
—Sal con otra, no es tan difícil —decía Liam, como si las personas fueran reemplazables.
—No te preocupes, Aidan, en unos días ya no te acordarás quién era Emily Scott... —intentaba Ben, antes de arruinarlo con su torpeza—. Bueno, quitando que es actriz, que está en todas partes, que va a salir en la tele y en los cines... pero fuera de eso, fácil. Solo... no vayas al cine en un buen tiempo.
Summer, en cambio, no decía nada. Se limitaba a abrazarlo y besarle la sien, en silencio, como si compartiera el peso de su dolor. Era lo más cercano a un alivio que podía sentir.
Pero ni siquiera eso bastaba. Porque al final del día, cuando todos se iban y la casa quedaba en silencio, él volvía a mirar el teléfono. Y lo único que podía hacer era dejarlo boca abajo en la mesa, murmurando para sí mismo, con la garganta seca: