Música bella y salvaje

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Jeff

Esta noche, incluso después de meterme en la cama, las palabras de Charlie me vuelven sin cesar a la mente: «Tú no vas a terminar como tu padre. No eres como él». Solo lo ha dicho para consolarme, y debería tranquilizarme, pero por alguna razón no surte ese efecto. Me produce un profundo dolor en el pecho, como si tuviera dentro una gran piedra, afilada y fría.

Charlie no lo comprende: pensar en la enfermedad, preocuparme por ella y agobiarme sobre si he heredado cierta disposición hacia los deliria de amor, es todo lo que tengo de mi padre. La enfermedad es lo único que sé de él. Es nuestro vínculo. No me queda nada más.

No es que no tenga recuerdos de mi padre. Los tengo, y muchos, sobre todo si consideramos lo pequeño que yo era cuando murió. Me acuerdo de que cuando había nevado me mandaba fuera a llenar de nieve las cazuelas. Una vez dentro, echábamos chorros de sirope de arce en los recipientes y veíamos cómo se endurecía casi al momento hasta formar un dulce de color ámbar. Era una filigrana azucarada de frágiles curvas, como encaje comestible. Recuerdo cuánto le gustaba cantar mientras se bañaba conmigo en la playa de Eastern Prom. En aquel momento, yo no sabía lo raro que era aquello. Otras madres enseñan a sus hijos a nadar. Otras madres se bañan con sus bebés, les dan cremas protectoras para que no se quemen y hacen todas las cosas que se supone que una madre debe hacer, como se expone en la sección de «Paternidad» del Manual de LL.

Pero no cantan.

Recuerdo que cuando estaba enfermo me traía bandejas de tostadas con mantequilla, y cuando me hacía daño me besaba los arañazos. Recuerdo que una vez, cuando me caí de la bici, me levantó y empezó a mecerme entre sus brazos, y una mujer le dijo sofocada: «Tendría que darle vergüenza». Yo no comprendí por qué lo decía, pero me hizo llorar aún más. Desde ese día, me consoló solo en privado. En público se limitaba a fruncir el ceño y a decir: «No pasa nada, Jeff. Levántate».

Además, ensayábamos bailes. Mi padre los llamaba «calcetinadas» porque enrollábamos las alfombras del salón para apartarlas a un lado, nos poníamos los calcetines más gordos que teníamos y nos deslizábamos arriba y abajo por los pasillos de madera. Mi padre corría las cortinas, apretaba cojines contra las puertas delantera y trasera y subía el volumen de la música. Nos reíamos tanto que siempre me iba a la cama con dolor de estómago.

Luego me di cuenta de que, en nuestras calcetinadas, él corría las cortinas para impedir que nos vieran las patrullas, y que taponaba los resquicios de las puertas con cojines para que los vecinos no nos denunciaran por escuchar música y reír en exceso, síntomas en potencia de los deliria. Comprendí por qué ocultaba una insignia militar de mi abuelo, una daga de plata que él a su vez había heredado de su padre y que mi padre se metía por dentro de la camisa cada vez que salíamos, para que nadie la viera y sospechara. Comprendí que los momentos más felices de mi infancia eran una mentira. Estaban mal y eran peligrosos e ilegales. Eran propios de gente extravagante. Mi padre era una persona extravagante, y probablemente yo había heredado esa rareza.

Por primera vez, me pregunto realmente qué debió de pensar y sentir la noche en que fue caminando hasta los acantilados y siguió dando pasos, con los pies pedaleando en el aire. Me pregunto si tendría miedo. Me pregunto si pensaría en mí. Me pregunto si lamentaría dejarme atrás.

También pienso en mi madre. No la recuerdo en absoluto, aunque tengo una impresión antigua, borrosa, de unas manos cálidas y suaves, y de un rostro ancho que aparecía flotando por encima del mío, pero creo que eso es solo porque mi padre tenía en su habitación un retrato enmarcado de mi madre y de mí. Yo solo tenía unos meses y ella me sostenía, sonriendo mientras miraba a la cámara. Pero no hay forma de que yo recuerde nada de verdad. Ni siquiera tenía un año cuando ella murió. Cáncer.

Loveless (AlanxJeff)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora