Tierra Salvaje Parte III

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Jeff

Me quedo sin aliento.

—¡Es precioso!

Alan me lanza una mirada por encima del hombro y sonríe. Continúa recogiendo el plástico, parando cada pocos minutos para mover la silla hacia delante y comenzar de nuevo.

—Un día, una tormenta se llevó la mitad del techo. Yo no estaba aquí, por suerte —él también resplandece, sus brazos y hombros tienen un ligero toque plateado.—. Decidí que más valía quitarlo del todo —continúa mientras acaba de recoger el plástico. Luego salta de la silla y se vuelve hacia mí con una sonrisa—. Es mi propia casa descapotable.

—Es increíble —digo, y lo pienso de verdad. El cielo parece tan cercano... Podría alzar el brazo y llegar con los dedos hasta la luna.

—Ahora voy a buscar las velas. Alan pasa por mi lado hacia la zona de la cocina y se pone a revolver. Ya puedo distinguir los objetos más grandes, aunque los detalles se pierden en la penumbra. Hay una pequeña estufa de leña en un rincón.

En el extremo opuesto hay una cama individual. Al verla, mi estómago da un vuelco y me asaltan un montón de recuerdos: mi tío, sentado en mi cama, hablándome con su tono comedido sobre las expectativas de alfa y omega en la noche de bodas; Kenta que se pone la mano en la cadera y me suelta que no voy a saber qué hacer cuando llegue el momento; Charlie preguntándose en voz alta en los vestuarios cómo será el sexo, mientras yo le digo en voz baja que se calle, al tiempo que miro por encima del hombro para asegurarme de que nadie nos oye.

Alan encuentra un puñado de velas y se pone a encenderlas una por una, y las esquinas del cuarto van tomando forma a medida que coloca las luces cuidadosamente por la caravana. Lo que más me sorprende son los libros. Siluetas abultadas que en la semipenumbra parecían parte del mobiliario se revelan ahora como altísimos montones de libros; hay más de los que he visto en ningún otro sitio, si no contamos la biblioteca. Hay tres estanterías apoyadas contra una pared. Hasta la nevera, que tiene la puerta rota, está llena de ellos. Cojo una vela y miro los títulos. No reconozco ninguno.

—¿Qué libros son estos? Algunos de los volúmenes están tan viejos y estropeados que temo que si los toco se harán pedazos. Voy leyendo en un susurro inaudible los nombres de los lomos, al menos los que distingo: Emily Dickinson, Walt Whitman, William Wordsworth. Alan me mira.

—Es poesía —dice.

—¿Qué es la poesía? Nunca había oído esa palabra, pero me gusta su sonido. Es elegante y al mismo tiempo natural. Alan enciende la última vela. Ahora la caravana está llena de una luz cálida que parpadea. Se acerca conmigo a las estanterías y se agacha buscando algo. Saca un libro, se pone de pie y me lo pasa para que lo mire.

Poemas de amor famosos.

El estómago me da un vuelco al ver esa palabra, amor, escrita tan descaradamente en la tapa de un libro.

Alan me observa intensamente, así que para ocultar mi desazón lo abro y recorro la lista de autores que aparece en las primeras páginas.

—¿Shakespeare? —ese nombre lo reconozco de las clases de salud—. ¿El tipo que escribió Romeo y Julieta, esa historia aleccionadora?

Alan suelta una carcajada. —No es un cuento aleccionador —dice—. Es una gran historia de amor.

Me acuerdo de aquel día en los laboratorios: la primera vez que vi a Alan. Me parece que ha pasado una eternidad desde entonces. Recuerdo que mi mente daba vueltas a la palabra "bello". Pensé en el sacrificio, en lo que significaba realmente.

—Prohibieron la poesía hace años, justo cuando descubrieron la cura —explica mientras me quita el libro de las manos y lo abre con delicadeza—. ¿Te gustaría escuchar un poema?

Loveless (AlanxJeff)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora