Redada

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Jeff

Todo lo que puedo hacer es esperar que no haya llegado aún a la fiesta. Tal vez le haya llevado mucho tiempo prepararse (podría ser, él siempre llega tarde), y quizá estuviera todavía en casa cuando han empezado las redadas. Ni siquiera él se aventuraría a salir en una noche así. Es un suicidio.

Pero, siempre existe la posibilidad de que Charlie no fuera con retraso esta noche, y de que ya esté allí, sin enterarse, mientras los de las redadas dan vueltas acercándose cada vez más. Tengo que apretar los ojos para alejar esa imagen, y también la de docenas de agujas relucientes clavándose en su cuerpo. Si no lo llevan a la cárcel, la transportarán directamente a los laboratorios y será intervenido antes del amanecer, al margen de los riesgos o los peligros.

He tomado una decisión. Tengo que ir. Tengo que avisarle. Tengo que avisarles a todos. Para cuando todo el mundo se acuesta, ya es medianoche. Cada segundo que pasa es como una agonía. Solo puedo esperar que el recorrido puerta por puerta en la península dure más de lo habitual y que los grupos tarden en llegar a Deering Highlands. Quizá hayan decidido pasar de esa zona por completo. Dado que la mayoría de las casas están deshabitadas, cabe esa posibilidad. Aun así, como ese barrio fue el semillero de la resistencia en la ciudad, me extrañaría. Salgo de la cama sin plantearme que voy en pijama. Tanto los pantalones como la camiseta son negros. Luego me pongo las botas negras y, aunque hace un calor tremendo, saco un gorro negro del armario. Esta noche, toda precaución es poca.

Me escabullo hasta la calle sin dificultad, incluso me acuerdo de saltarme el antepenúltimo peldaño, porque la última vez soltó un crujido tan horrible que pensé que mi tío se despertaría. Después del ruido y el jaleo de la redada, la calle está extrañamente silenciosa y tranquila.

Me dirijo rápidamente hacia Deering Highlands. Me da miedo llevar la bici. El pequeño reflectante de las ruedas podría llamar la atención. No puedo pensar en lo que estoy haciendo, no puedo pensar en lo que sucederá si me pillan. No sé de dónde he sacado esta repentina determinación. Nunca hubiera pensado que tendría el valor de salir de casa en una noche de redada, ni en un millón de años. Supongo que soy un poco más valiente de lo que creo.

Antes de la gran operación policial, Deering Highlands era uno de los mejores barrios de la ciudad. Las casas eran grandes y nuevas. Habían sido construidas en los últimos cien años, y tenían cancelas, setos y plantas, como sucedía en la calle de las Lilas o el camino de los Árboles. Todavía quedan algunas familias que aguantan viviendo allí, pobres de solemnidad que no pueden permitirse ir a ningún otro sitio o que no tienen permiso para una nueva residencia; pero la mayor parte del área está totalmente desierta. Nadie quiso quedarse, nadie quiso que se le asociara con la resistencia. Toda la zona tiene el aire triste de un animal abandonado; las casas se inclinan poco a poco hacia los jardines llenos de maleza. Normalmente, me pongo de los nervios solo con acercarme. Mucha gente dice que trae mala suerte, como pasar por un cementerio sin contener el aliento. 

Pero esta noche, cuando por fin llego, siento que podría ponerme a bailar en la calle. Todo está oscuro, silencioso e intacto, no se ve ni un solo anuncio de redada, no se oye ni un susurro, ni el roce de un tacón en el suelo. Aquí no han llegado los reguladores todavía. Puede que ni siquiera vengan. Paso por las calles a toda velocidad, acelerando el paso ahora que no tengo que preocuparme tanto por mantenerme en la sombra y desplazarme sin ruido. Por fin me acerco a la dirección que me dio Charlie. Mantengo los ojos fijos en la pálida luz borrosa de la casa, que se va haciendo más grande y brillante a medida que me acerco, hasta que al final toma la forma de dos ventanas iluminadas. Las otras han sido cubiertas con algún tipo de tela, quizá para ocultar que hay alguien dentro. No funciona. Se distinguen siluetas de gente que se mueve de un lado a otro en el interior. La música está muy baja. No la oigo hasta que llego al porche, débiles sonidos amortiguados que parecen vibrar desde las tablas del suelo. Debe de haber un sótano. Me he dado prisa para llegar, pero, ya con la mano en la puerta principal, vacilo. Tengo la palma cubierta de sudor.

No he pensado mucho en cómo sacaré a todo el mundo. Si me pongo a gritar que hay una redada, provocaré una estampida. Todos saldrán a la calle a la vez, y entonces las posibilidades de volver a casa sin que nos detecten se reducirán a cero. Alguien oirá algo, los de la redada se enterarán y todos estaremos jodidos.

Me seco las manos en la parte trasera de mis pantalones y abro la puerta. Está más abarrotada que la última. Hay una cortina asfixiante de humo de tabaco que deja un resplandor trémulo sobre todas las cosas y produce la sensación de que nos movemos bajo el agua. Hace un calor de muerte, al menos diez grados más que fuera. La gente se desplaza lentamente. Se han remangado las camisas hasta los hombros y los vaqueros hasta la rodilla, y la piel de sus brazos y piernas tiene un brillo reluciente. Por un momento, lo único que puedo hacer es quedarme mirando. « Ojalá tuviera una cámara» , pienso.

Si paso por alto el hecho de que hay manos que tocan manos y cuerpos que se chocan y mil cosas que son terribles y malas, puedo percibir algo bello. Luego, me doy cuenta de que estoy perdiendo el tiempo. Hay un alfa justo delante de mí, que me impide el paso. Está de espaldas. Alargo la mano y la coloco sobre su brazo. Su piel está tan caliente que quema. Se vuelve hacia mí, la cara roja y brillante, y estira la cabeza para oír. —Es noche de redada —le digo, sorprendido de que la voz me salga tan firme. La música, baja pero insistente, viene indudablemente de algún tipo de sótano. No es tan enloquecida como la última vez, pero resulta igual de extraña e igual de maravillosa. Me hace pensar en algo cálido que se desliza, en miel, en luz de sol, en hojas rojas que giran con el viento. Pero las capas de conversación, el crujido de los pasos y las tablas del suelo amortiguan su sonido.

—¿Cómo? — Abro la boca para decir « redada» , pero en lugar de mi voz, la que sale es la de otra persona: un vozarrón metálico que brama desde el exterior, una voz que vibra y parece llegar desde todos los lados al mismo tiempo, una voz que atraviesa la calidez de la música como el filo helado de una navaja sobre la piel. Al mismo tiempo, el cuarto empieza a girar en una masa de luces rojas y blancas que dan vueltas sobre rostros confusos y aterrados.

—ATENCIÓN. ESTO ES UNA REDADA. NO INTENTEN HUIR. NO INTENTEN RESISTIRSE. ESTO ES UNA REDADA. Unos segundos después, la puerta estalla hacia dentro y un punto de luz tan brillante como el sol lo vuelve todo blanco e inmóvil, lo convierte todo en polvo y estatuas. Luego, sueltan los perros. 

Loveless (AlanxJeff)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora