Capítulo 2.

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La tarde avanzó, y con ella, la conversación entre Victoria y Heriberto se fue desarrollando de manera natural, como si ambos estuvieran descubriendo que había más en común entre ellos de lo que pensaban al principio. Hablaron de cosas triviales, como las mejores rutas para evitar el tráfico en la ciudad o los lugares recomendados para comprar comida, pero también compartieron algunos detalles más personales.

Victoria descubrió que Heriberto había llegado al edificio solo unos meses antes, después de pasar por un divorcio complicado. No entró en detalles, pero por la forma en que su voz se quebró ligeramente al mencionar el tema, quedó claro que la separación había sido dolorosa. Max, su hijo, había sido el centro de su vida desde entonces, y Heriberto estaba haciendo todo lo posible para que su hijo tuviera una infancia feliz a pesar de las circunstancias.

—Es difícil… —admitió Heriberto, su mirada fija en Max, que ahora estaba discutiendo alegremente con María sobre la mejor manera de decorar el castillo de arena—. Trato de mantener las cosas estables para él, pero a veces siento que no estoy haciendo lo suficiente.

Victoria sintió una conexión inmediata con esas palabras. Ella misma había tenido esos mismos pensamientos muchas veces desde que decidió dejar su relación anterior y empezar de nuevo en un lugar desconocido.

—Creo que todos los padres nos sentimos así en algún momento —respondió con empatía—. Pero por lo que puedo ver, Max parece un niño muy feliz. Eso dice mucho sobre lo que estás haciendo por él.

Heriberto la miró con una mezcla de gratitud y sorpresa. Tal vez no estaba acostumbrado a recibir palabras de aliento, pensó Victoria, y sintió una oleada de calor al darse cuenta de que su pequeño comentario había hecho una diferencia.

—Gracias —dijo finalmente Heriberto—. No es fácil hablar de estas cosas, pero es bueno saber que no estoy solo en esto.

Victoria asintió, reconociendo en su tono el eco de sus propios sentimientos. Ambos eran adultos que habían pasado por tormentas, que habían sido golpeados por la vida pero que aún estaban de pie, tratando de reconstruir algo nuevo y mejor para sus hijos.

La tarde comenzó a transformarse en una dorada puesta de sol, y las risas de los niños eran cada vez más contagiosas. María y Fernanda estaban encantadas con su nuevo amigo, y Max parecía disfrutar la compañía de las niñas, algo que Heriberto notó con evidente alivio.

—Parece que se llevan muy bien —dijo Victoria, observando a los tres niños mientras jugaban con un entusiasmo incansable—. Me alegra ver que Max está haciendo amigos tan pronto.

—Y yo también. Ha estado bastante solo desde que nos mudamos —confesó Heriberto—. Es un niño tímido, y todo esto ha sido difícil para él. Verlo así me da un poco de esperanza.

Victoria sonrió, sintiendo que en ese momento compartían algo más que una simple charla entre vecinos. Había una comprensión mutua, una conexión que surgía de la lucha compartida por encontrar un lugar seguro y feliz para sus hijos. Y aunque ambos eran cautelosos con lo que compartían, ese entendimiento era suficiente para crear un vínculo, pequeño pero significativo.

—¿Qué te parece si te doy mi número? —propuso Victoria, sintiendo que era un paso natural después de todo lo que habían compartido—. Así, si alguna vez necesitas algo o si los niños quieren jugar, podemos ponernos en contacto fácilmente.

Heriberto asintió, sacando su teléfono.

—Sí, claro. Me parece una buena idea.

Después de darle el número, ambos miraron a los niños, que seguían jugando como si el tiempo no existiera. Pero pronto la luz comenzó a desvanecerse, y con ella, la inevitable necesidad de regresar a casa.

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