Capítulo 1.

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El sol de la tarde se filtraba a través de las ventanas del nuevo apartamento de Victoria, llenando la estancia de una luz cálida que contrastaba con el desorden de cajas apiladas por todos lados. Desde dentro se oía la agitación de dos pequeñas niñas correteando por el pasillo así como la emoción de ellas mientras abrian alguna que otra caja como si de regalos se tratase mientras Victoria trataba de organizar el caos y conseguir las llaves.

—¡Mami, mira! Encontré a mi muñeca favorita —dijo María, la mayor de las dos niñas, sosteniendo una muñeca de trapo que había estado perdida en alguna caja durante la mudanza.

Victoria sonrió, su mirada suavizándose ante la emoción de su hija. Sabía lo importante que era para las niñas sentirse en casa, especialmente después de todo lo que habían pasado. Mudarse a este nuevo apartamento había sido un paso grande y necesario, pero no había sido fácil. Cada caja que deshacía parecía contener más que solo objetos; traía recuerdos, buenos y malos, que se mezclaban con la ansiedad de lo que este nuevo comienzo podría traer.

—Me alegra que la hayas encontrado, cariño. Sabes que ella también se sentía perdida —respondió Victoria, en parte bromeando, mientras terminaba de doblar una toalla.

Fernanda, la menor, apareció de repente a su lado, tirando de sus pantalones con la urgencia de una necesidad inminente.

—Mami, mami… tengo pipí. ¡Lápido! —dijo, sus ojos grandes reflejando la seriedad de su situación.

—¡Ay, corazón! Vamos al baño, ven —contestó Victoria, tomando la mano de su hija y buscando a tientas las llaves en su bolsillo.

Justo en ese momento, un ruido seco y metálico resonó. La puerta del apartamento contiguo se abrió, llamando la atención tanto de Victoria como de las niñas. María dejó de jugar con su muñeca y se quedó observando con curiosidad. De la puerta emergió un hombre alto, de unos cuarenta y tantos años, con el ceño ligeramente fruncido como si estuviera sumido en pensamientos profundos.

Su cabello, que empezaba a mostrar señales de gris en las sienes, estaba peinado hacia atrás de manera impecable, y su vestimenta, un traje sencillo pero bien cortado, sugería que acababa de regresar del trabajo. Sin embargo, lo que más llamó la atención de Victoria fue la expresión de cansancio en su rostro, una que reconoció inmediatamente porque era el mismo tipo de agotamiento que ella sentía: no solo físico, sino también emocional.

El hombre la miró brevemente, sus ojos oscuros capturando los de ella en una fracción de segundo que pareció estirarse. Sin embargo, no dijo nada de inmediato. Fue solo cuando sus miradas se cruzaron por segunda vez que esbozó una media sonrisa, casi un susurro de cortesía.

—Buenos días —dijo con voz baja, como si no estuviera seguro de cómo comportarse en esa situación.

Victoria, atrapada en la incomodidad del momento, apenas tuvo tiempo de responder.

—Buenos días —contestó, su voz más suave de lo que pretendía, mientras aún buscaba las llaves.

El hombre asintió ligeramente, como si esa breve interacción fuera suficiente para él, y se giró hacia la puerta del ascensor al final del pasillo. Las niñas observaron con atención cómo el ascensor se abría con un pitido agudo y el hombre desaparecía tras las puertas metálicas.

Fernanda, aparentemente olvidada de su urgencia por unos momentos, se volvió hacia su madre con una mezcla de confusión e interés en su pequeña cara.

—¿Quién era, mami?

—No lo sé, cariño. Creo que es nuestro vecino —respondió Victoria, finalmente encontrando las llaves en su bolso. Sus dedos jugaron nerviosamente con ellas mientras su mente se preguntaba quién era ese hombre y qué historias ocultaba tras su mirada cansada.

Entre paredesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora