Capítulo 7.

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Esa noche, mientras las luces del árbol navideño parpadeaban suavemente en el salón y los niños dormían plácidamente en el cuarto contiguo, Victoria y Heriberto finalmente se quedaron solos en el dormitorio. Un silencio lleno de promesas se instaló entre ellos, pero esta vez no había nerviosismo, sino una profunda calma, una sensación de haber llegado a un lugar donde ambos se sentían seguros.

Heriberto la miró con una mezcla de admiración y cariño. En ese momento, la distancia que siempre había mantenido entre ellos se había desvanecido por completo. Lo que había comenzado con unas citas sencillas, con pequeños gestos y palabras cuidadosas, se había convertido en algo mucho más profundo, algo que ninguno de los dos podía negar. Ahora, en ese espacio íntimo, parecían estar más conectados que nunca.

Victoria fue la primera en acercarse, sus manos suaves tocando los hombros de Heriberto mientras él la rodeaba con los brazos. No dijeron nada al principio, pero no hacía falta. Ambos sabían lo que sentían y hacia dónde se dirigían. Heriberto la besó suavemente, primero en los labios y luego en la frente, como si quisiera asegurarse de que ella supiera lo mucho que significaba para él.

La noche avanzó lentamente, con caricias suaves y besos que parecían no tener fin. Ninguno de los dos tenía prisa, disfrutando del momento de intimidad que tanto habían anhelado. Heriberto fue cuidadoso, tierno en cada gesto, mientras Victoria se dejaba llevar por la calidez de su abrazo, por el peso de su cuerpo a su lado, por la seguridad que le transmitía.

En ese espacio compartido, las preocupaciones y los miedos quedaron afuera. El pasado turbulento de Victoria no tenía cabida en ese momento, y la vida de Heriberto como padre soltero también parecía distante. Eran solo ellos dos, redescubriéndose en la intimidad, en un momento de conexión física y emocional.

Cuando finalmente se quedaron dormidos, entrelazados bajo las sábanas, Victoria sintió una paz que no había experimentado en mucho tiempo. No solo por el acto en sí, sino porque sabía que esa noche no solo había sido una expresión de deseo, sino de amor, un amor que se había estado construyendo en cada conversación, en cada mirada y en cada gesto.

A la mañana siguiente, Victoria se despertó antes que Heriberto. El sol tímido de invierno comenzaba a filtrarse por las ventanas, iluminando suavemente la habitación. Se dio la vuelta lentamente, mirando a Heriberto, quien aún dormía profundamente a su lado. Su respiración era tranquila, su rostro relajado, y eso la hizo sonreír. Por un momento, se permitió disfrutar de la vista, sintiendo una oleada de ternura hacia él.

Finalmente, se levantó con cuidado, intentando no despertarlo, y fue hacia la cocina para preparar café. Los niños aún dormían, y el edificio estaba en silencio, lo que le dio unos momentos a solas para pensar en lo que había ocurrido. Sus pensamientos fueron interrumpidos por un suave sonido detrás de ella.

-Buenos días -murmuró Heriberto, apareciendo en el umbral de la puerta con una sonrisa en los labios, todavía con el cabello ligeramente despeinado.

Victoria le devolvió la sonrisa, acercándose para darle un beso suave.

-Buenos días. Te he preparado café.

-Perfecto. No sé qué haría sin ti -bromeó él, aunque había verdad en sus palabras.

Pasaron la mañana juntos, compartiendo pequeñas conversaciones mientras los niños seguían durmiendo. No hubo necesidad de hablar de la noche anterior; todo estaba claro en las miradas, en los pequeños gestos de afecto. Era como si hubieran cruzado un umbral y ahora estuvieran más cerca que nunca.

Cuando los niños finalmente despertaron, el día comenzó a moverse con la misma normalidad que cualquier otro, pero ambos sabían que algo había cambiado. Y aunque no lo habían dicho en palabras, estaba claro que ese día, esa relación, ya no era lo que había sido antes. Habían pasado a una nueva fase, una en la que todo parecía más serio, más comprometido.

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