Capítulo 1: Refugio

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El sol se alzaba lentamente sobre las colinas doradas, bañando la vasta tierra con un calor acogedor. La Manada de los Leones despertaba para un nuevo día lleno de responsabilidades, entrenamientos y reuniones. En medio de todo, un pequeño gato naranja se deslizaba por las sombras, sus movimientos ágiles y elegantes, pero llenos de nerviosismo.

Sergio Pérez, en su forma de gato, había aprendido a moverse sin ser visto, a desaparecer en los rincones para evitar las miradas de desaprobación y los comentarios hirientes. Su pelaje, de un naranja intenso, resaltaba incluso en la penumbra. Desde que había llegado a la manada de los leones, ese brillo lo convertía en un objetivo fácil. Pero más que su apariencia, era su naturaleza la que lo condenaba: un simple omega de una raza pequeña, rodeado de imponentes alfas leones.

Hace años, su vida era diferente, una vida que ahora solo era un recuerdo doloroso. Antes de llegar a la Manada de los Leones, Sergio vivía junto a sus padres en la Manada de los Gatos, una comunidad pequeña y pacífica, pero extremadamente vulnerable. Los gatos eran una raza ágil, inteligente, pero físicamente frágil en comparación con las manadas más poderosas. Aun así, Sergio había sido feliz, con padres amorosos y un hogar lleno de calma.

Todo cambió una noche de luna llena.

Los osos atacaron. Eran criaturas enormes y despiadadas, conocidos por su violencia y sed de poder. Querían el territorio de la manada de los gatos y no se detendrían ante nada para conseguirlo. Fuego y sangre llenaron las tierras esa noche, el rugido de los osos resonaba en el aire, mezclado con los gritos de pánico de los gatos.

Sergio recordaba cada detalle. La forma en que su madre lo había apretado contra su pecho, su padre luchando desesperadamente contra los osos en su forma humana para abrir un camino de escape. El calor del fuego quemando las casas, el aire denso de humo y cenizas. Los cuerpos de sus amigos, de otros omegas y alfas, cayendo a su alrededor. Y aunque habían logrado escapar por un estrecho margen, sus padres habían quedado gravemente heridos en la batalla.

En cuestión de minutos la vida de Sergio había cambiado. 

La única esperanza que les quedaba era buscar refugio en la manada más poderosa de la región: los leones. Toto y Christian Verstappen, los líderes de la Manada de los Leones, eran viejos amigos de los padres de Sergio. Con el poco aliento que les quedaba, sus padres guiaron a Sergio hasta la frontera del territorio de los leones, donde cayeron desfallecidos ante las puertas.

Toto y Christian no dudaron en recibirlos, ofreciéndoles un lugar donde sanar. Sin embargo, el daño ya estaba hecho. La fuerza física de sus padres no fue suficiente para combatir las heridas letales que habían recibido. Día tras día, Sergio observó impotente cómo sus padres se debilitaban, cómo la luz de sus ojos se apagaba lentamente hasta que un día... simplemente no despertaron.

Huérfano y devastado, Sergio, siendo aún muy joven, sentía que el mundo se desmoronaba a su alrededor. Ya no tenía una manada, ni un hogar. La tristeza lo consumía, y su omega interior, herido por la pérdida, estaba al borde de la rendición. Pero fue entonces cuando Toto y Christian hicieron algo inesperado: lo adoptaron.

Ambos lo acogieron como si fuera uno más de la familia, y desde ese momento Sergio pasó a vivir con ellos, compartiendo casa con su hijo, Max, el heredero alfa de la manada. Toto, siendo un alfa fuerte y protector, y Christian, un omega dulce y comprensivo, lo trataron con amabilidad, haciendo lo posible para curar sus heridas, tanto físicas como emocionales. Pero había algo que ni ellos podían controlar: la frialdad de Max.

Max, un joven alfa en pleno entrenamiento para asumir el liderazgo de la manada, no mostraba el mismo cariño hacia Sergio. Para él, el omega no era más que una carga, un recordatorio de la caridad de sus padres. Y aunque Sergio había sentido un lazo especial desde el primer momento en que sus ojos se cruzaron con los de Max, este no lo veía de la misma forma.

Cada día que pasaba, el rechazo de Max se hacía más evidente. No solo lo trataba con indiferencia, sino que aprovechaba cada oportunidad para recordarle que estaba en esa casa gracias a la misericordia de sus padres, y no por méritos propios. Para Max, Sergio no era un miembro valioso de la manada. Era simplemente un omega de una raza inferior, alguien que nunca sería lo suficientemente fuerte como para ser considerado su igual.

Hoy, Sergio no podía escapar más de esa realidad. Después de días de evitar a Max, finalmente decidió enfrentarlo. Quería respuestas, aunque dolieran.

Se dirigió al patio de entrenamiento, donde Max solía practicar con otros alfas de la manada. El sonido de los golpes y los gritos llenaba el aire. Sergio observó desde la distancia cómo Max lideraba con facilidad, su cuerpo moviéndose con agilidad felina, sus músculos tensándose con cada movimiento. Los demás alfas lo admiraban, lo seguían sin cuestionarlo. Max era todo lo que Sergio nunca sería: fuerte, respetado, deseado.

—Max —llamó Sergio, con la voz temblorosa pero decidida.

El alfa se detuvo y giró lentamente, sus ojos encontrando a los de Sergio con una frialdad que lo hizo estremecerse. Hubo un silencio incómodo mientras los otros alfas observaban, curiosos por la osadía del pequeño omega.

—¿Qué quieres? —preguntó Max con indiferencia, secándose el sudor de la frente. El tono de su voz era distante, casi aburrido.

Sergio tragó saliva. Sabía que este momento llegaría eventualmente, pero no estaba preparado para el dolor que traería.

—Quiero saber... —susurró, pero luego respiró hondo y elevó la voz—. Quiero saber si alguna vez has sentido el vínculo entre nosotros.

La pregunta colgó en el aire como una tormenta a punto de desatarse. Los ojos de Max se entrecerraron, y por un breve segundo, Sergio creyó ver algo en su mirada... pero fue reemplazado por una sonrisa burlona.

—¿El vínculo? —Max se rió con desprecio—. Sergio, eres un omega bonito, lo admito. Pero eres inferior, jamás podrías darme herederos fuertes, imagina cómo los demás se burlarían de mí si mis hijos nacieran como gatos y no como leones, no eres suficiente para mí.  Nunca lo serás.

Las palabras cayeron como pesas sobre el pecho de Sergio. Era peor de lo que había imaginado. No solo lo rechazaba, lo menospreciaba frente a toda la manada. El dolor que sintió fue tan profundo que por un momento su omega interior rugió en silencio, queriendo escapar, huir de todo aquello que le hacía daño.

—Pero... somos destinados... —musitó Sergio, la voz rota, incapaz de ocultar el sufrimiento.

Max se acercó, su presencia imponente aplastando a Sergio aún más.

—Destinados o no, nunca aceptaré a alguien tan débil como tú. Necesito un omega que pueda darme herederos fuertes, no una mascota bonita que se desmorone al primer problema.

Sergio no pudo contener las lágrimas. Corrió hacia el bosque, transformándose en su pequeña y ágil forma de gato, deseando desaparecer entre los árboles. Su pelaje naranja se fundía entre las hojas secas, pero el dolor en su pecho no podía ocultarse ni en la más profunda oscuridad.

Detrás, Max lo observaba marcharse, su alfa interior rugiendo con una furia que no comprendía. Y mientras Sergio huía, algo en Max se quebraba, aunque él aún no estaba listo para admitirlo.






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La güera holandesa cagandola como siempre. 

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