Los días en la manada de los leones se volvían cada vez más grises para Sergio. Desde que Max se había ido, el peso del rechazo lo envolvía como una niebla densa e impenetrable. El omega apenas salía de su habitación, y cuando lo hacía, caminaba como una sombra de lo que alguna vez había sido. Sus ojos, antes brillantes y cálidos, ahora se veían apagados, carentes de la chispa de vida que alguna vez los caracterizó. A pesar de estar rodeado de los cuidados de Christian y Toto, Sergio se marchitaba lentamente, consumido por una tristeza que parecía no tener fin.
El eco de las palabras crueles de Max resonaba constantemente en su mente. Cada vez que cerraba los ojos, veía su expresión fría, su desdén palpable, como si Sergio no fuera más que un estorbo, algo insignificante. "Nunca serás suficiente. No quiero nada contigo," recordaba una y otra vez. Esas palabras habían cavado un pozo profundo en su corazón, uno del que no sabía si podría salir.
Cada mañana, Sergio intentaba levantarse, intentaba encontrar algún sentido en sus acciones, pero el vacío era abrumador. No tenía razón para seguir. A menudo miraba por la ventana, observando cómo los cachorros jugaban en el patio, sus risas llenando el aire. Sergio solía ser el encargado de cuidarlos, una tarea que solía darle alegría. Antes, Sergio siempre imaginaba como serian sus propios cachorros. Amaba proteger a los más pequeños, pero ahora... ahora se sentía incapaz de continuar.
Los días eran largos, y las noches aún más. A menudo, cuando la oscuridad lo cubría todo, Sergio recordaba a sus padres. Recordaba cómo lo habían amado, cómo lo habían protegido hasta el último momento. El ataque de los osos había sido brutal. Habían llegado sin previo aviso, arrasando con todo lo que encontraban a su paso. Su manada había sido pequeña, pacífica, y no habían tenido ninguna posibilidad de defenderse. Sergio había escapado solo porque sus padres se encargaron de protegerlo, a veces deseaba que no hubieran sacrificado sus vidas para que él pudiera vivir, deseaba haberse ido con sus padres a dónde sea que se encuentren ahora. Ese recuerdo lo atormentaba cada noche. Se despertaba empapado en sudor, con el sonido de los rugidos y gritos resonando en sus oídos.
La tristeza por la pérdida de su familia y el rechazo de Max eran cargas demasiado pesadas para él. Se sentía completamente solo, a pesar de estar rodeado por personas que lo querían. Christian y Toto habían intentado todo lo que estaba a su alcance para levantar su ánimo, pero Sergio era como una flor en invierno, cerrándose cada vez más, sin energía para florecer de nuevo.
En las pocas ocasiones en que Sergio se atrevía a hablar con ellos, Toto y Christian no podían evitar sentirse profundamente culpables. Ellos habían querido lo mejor para Max y para Sergio, pero habían subestimado la intensidad del dolor que podría causar la decisión que tomaron. Habían subestimado la terquedad de Max.
—Lo siento tanto, Sergio —le decía Christian en uno de esos momentos de vulnerabilidad—. Nunca quisimos lastimarte. Si hubiera sabido lo que esto te haría... jamás te habríamos forzado a pasar por esto.
Sergio solo asentía, pero las palabras parecían no alcanzarlo. El dolor que sentía era demasiado profundo, y no había disculpas que pudieran aliviarlo. Christian y Toto intercambiaban miradas preocupadas, incapaces de encontrar una solución. No podían revertir lo que había sucedido, y la culpa los consumía tanto como la tristeza consumía a Sergio.
Mientras tanto, Max y Kelly estaban lejos de la manada. Después de su arrebato en el estudio de su padre, Max había tomado la decisión de marcharse. Kelly, con su habilidad para manipular la situación a su favor, había logrado convencerlo de que se fueran de viaje juntos. Le había dicho que necesitaban tiempo a solas, lejos de todo el drama, para poder concentrarse en su relación.
Max había aceptado, aunque en el fondo algo dentro de él no estaba del todo bien. A pesar de su furia, de su rechazo vehemente hacia Sergio, no podía evitar que, de vez en cuando, una sombra de remordimiento se deslizara en su mente. Recordaba los ojos tristes del omega, cómo su aroma había cambiado al de pura tristeza en ese último enfrentamiento. Incluso ahora, en la distancia, el recuerdo le incomodaba.
Sin embargo, cada vez que esa sensación lo invadía, Kelly estaba allí para asegurarse de que la apartara. Con una dulzura envenenada, lo mantenía bajo su control, recordándole que ellos estaban destinados a estar juntos, que todo lo demás era irrelevante. Para Max, esa relación era como una cuerda que lo mantenía atado a algo que, si bien no lo hacía completamente feliz, le daba una sensación de estabilidad. Kelly era hermosa, segura de sí misma, y nunca dejaba que Max viera otra opción.
Pero, a medida que los días pasaban, esa estabilidad empezaba a resquebrajarse. Kelly, con su comportamiento superficial, empezaba a mostrar su verdadera cara. Era egoísta, manipuladora, y cada vez que surgía el tema de Sergio, sus palabras eran venenosas.
—No puedo creer que sigas pensando en ese omega insignificante —decía Kelly, arrugando la nariz con desdén—. Es patético. No sé por qué tus padres se empeñan en mantenerlo cerca. ¡No sirve para nada!. Hiciste bien en rechazarlo, jamás hubiera podido darte herederos fuertes, en cambio yo sí.
Max intentaba ignorarla, pero no podía evitar sentirse incómodo. Aunque Kelly decía lo que él mismo había pensado alguna vez, ahora, después de ver el impacto de sus palabras en Sergio, algo dentro de él se resistía a ese desprecio. ¿Por qué sigo pensando en él? se preguntaba Max, frustrado consigo mismo. Yo ya hice mi elección. Kelly es la única que me importa.
Pero incluso mientras trataba de convencerse de eso, no podía evitar que una parte de él se sintiera insatisfecha. Había algo en su vínculo con Sergio, algo que, aunque él no quería aceptar, seguía latente. Pero Kelly, como siempre, estaba ahí para distraerlo. Con su belleza superficial, sus constantes atenciones y sus palabras dulces cuando le convenía, mantenía a Max cerca, asegurándose de que no se desviara.
—Mira, Max —dijo Kelly una tarde mientras paseaban por una ciudad costera—, lo importante es que nosotros estamos bien. Sergio no es nada comparado conmigo. Sabes que solo yo soy digna de estar a tu lado. Él solo es... un estorbo. Olvídalo. Nosotros somos perfectos juntos. Mereces a alguien que este a tú altura.
Max asintió, aunque algo en su interior se retorcía ante esas palabras. ¿Realmente somos perfectos? se preguntó, pero desechó el pensamiento rápidamente. Había tomado una decisión, y no iba a dar marcha atrás. Al menos, eso intentaba convencerse de hacer.
En el hogar de los Verstappen las cosas no mejoraban para Sergio. Su estado continuaba deteriorándose, su espíritu cada vez más marchito. Toto y Christian, observando la situación con impotencia, sabían que tenían que hacer algo, pero no sabían cómo ayudar al omega. La culpa los carcomía. Habían tomado una decisión que pensaron sería lo mejor para todos, pero en lugar de unir a Max y Sergio, lo único que habían logrado era infligir más dolor. Tenían que hacer algo para ayudar al joven omega o este se hundiría en el abismo.
Una tarde, mientras Toto revisaba su correspondencia, encontró algo que no esperaba. Una carta, marcada con el sello de la manada de las panteras. Su corazón dio un vuelco. Sabía lo que significaba. Christian, al notar su expresión, se acercó a leer junto a él.
La carta era breve y formal, pero el mensaje era claro. El líder de la manada de las panteras solicitaba estrechar los lazos entre ambas manadas mediante un matrimonio. Habían decidido que era el momento adecuado para fortalecer su alianza, y el alfa líder buscaba un omega dispuesto a realizar esa unión y formar una familia junto a él. Toto miró a Christian, su mente trabajando rápidamente. Sabían que esto podría ser una oportunidad para salvar a Sergio, para ofrecerle una salida de su tristeza. Pero también sabían que tomar esa decisión sin consultarlo sería repetir el mismo error.
—Tenemos que hablar con él —dijo Toto con voz baja—. Esta vez, no podemos decidir por él. Pero si Sergio acepta... tal vez esto podría ser lo que lo ayude a sanar.
Christian asintió, con la esperanza de que esta vez pudieran hacer lo correcto.