Capítulo 3: Las Galletas Amargas

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El amanecer traía consigo un aire fresco, limpio y prometedor, aunque para Sergio, el día apenas comenzaba. Desde muy temprano, había decidido refugiarse en la cocina de la casa de los Verstappen, buscando distraerse de sus pensamientos y, sobre todo, del peso que sentía cada vez que veía a Max. No había nada que le llenara más que cocinar, una actividad que lo calmaba y le permitía centrarse. Había aprendido a hacer galletas desde pequeño, cuando su madre le enseñaba que los dulces podían sanar el alma. Hoy, con la mente saturada de tristeza y soledad, decidió hornear para la familia que lo había acogido, intentando devolver algo del cariño que ellos le brindaban.

La cocina olía a una mezcla de chocolate, vainilla y un toque de canela, el aroma perfecto para calentar el corazón en las mañanas frías. Sergio movía las manos con destreza mientras mezclaba los ingredientes, su cuerpo trabajando casi en piloto automático, mientras su mente divagaba entre los recuerdos de su antigua manada y los momentos dolorosos que había vivido desde que llegó a la de los leones.

Cuando finalmente sacó las galletas del horno, doradas y perfectamente formadas, no pudo evitar una pequeña sonrisa. Al menos algo ha salido bien hoy, pensó, con una pizca de satisfacción. A pesar de todo lo que había pasado, sus habilidades en la cocina eran algo de lo que podía estar orgulloso.

Decidió llevar algunas de las galletas al comedor para compartirlas con la familia. Aunque sabía que Max apenas lo miraba desde el rechazo, Sergio sentía la necesidad de al menos ofrecer algo, de tener un gesto amable, esperando—en el fondo—aunque sea un halago de parte de Max, su omega interior se removía nervioso esperando por la validación de su alfa. Mientras colocaba cuidadosamente las galletas en un plato, escuchó unos pasos pesados acercándose. Max.

El aroma del alfa lo invadió antes de que lo viera entrar. Ese inconfundible olor a roble y menta que una vez le había dado esperanza ahora lo hacía sentir un nudo en el estómago. Aún así, Sergio decidió ignorar el miedo que sentía y se giró con el plato en las manos, sonriendo débilmente.

—Hice galletas para todos —dijo en voz baja, tendiéndole el plato a Max—. ¿Quieres probar?

Max lo miró con esa expresión fría que ya se había vuelto habitual desde su rechazo, sus ojos azules penetrantes, como si lo observara desde una distancia inalcanzable. El alfa extendió la mano, tomando una galleta del plato con cierto desdén, pero a pesar de su aparente desprecio, dio un pequeño mordisco. Por un segundo, Sergio pensó que tal vez, solo tal vez, algo podría estar cambiando. Pero la ilusión se desvaneció rápidamente.

Con una mueca de disgusto, Max escupió el bocado, dejando que la galleta cayera al suelo.

—¿Qué demonios es esto? —gruñó, mirándolo con repugnancia—. No puedo creer que hayas pensado que harías algo bueno.

Sergio sintió cómo su corazón se encogía, el dolor apoderándose de su pecho. Había puesto todo su esfuerzo en esas galletas, y ver la reacción de Max fue como un puñal directo al alma. Sus ojos marrones, que siempre habían brillado con calidez, ahora se oscurecían por la tristeza, y aunque intentó ocultarlo, su aroma lo traicionó. De repente, el aire a su alrededor se llenó de un olor que reflejaba su dolor: chocolate y jazmín, pero esta vez, impregnados de una amarga nota de tristeza.

Por un instante, algo en Max cambió. El aroma de Sergio lo golpeó como una ráfaga, haciéndolo tambalear. Por una fracción de segundo, los ojos de Max se suavizaron, casi como si algo dentro de él estuviera a punto de ceder. Vio la tristeza en los ojos del omega, cómo su cuerpo se encogía ante el rechazo. Y por una milésima de segundo, Max sintió una punzada de arrepentimiento.

Pero rápidamente lo enterró.

Antes de que pudiera decir algo más, la voz de Christian resonó desde el pasillo.

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