Capítulo VII - Del Bosque Umbrío

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Los árboles del bosque Umbrío, anchísimos y descubiertos de follaje, alcanzan una altura descomunal. Sus ramas, largas y retorcidas, se extienden hacia las alturas como garras que parecen despedazar el propio firmamento, formando así un dosel casi impenetrable incluso para los rayos del sol, los cuales se filtran a muy duras penas entre las copas densas y deterioradas, sumergiendo así al bosque en una penumbra sempiterna.

En cuanto al suelo, se encuentra cubierto por hierbas duras, secas y amarillentas, por medio de las cuales se esparcen esqueletos humanos con sus huesos carcomidos y ennegrecidos por el paso del tiempo, entremezclándose con la vegetación marchita.

Los riachuelos que atraviesan al bosque arrastran con ellos aguas verdosas, estancadas y llenas de fango en sus orillas, repletas de enjambres de moscas zumbando en su espacio circundante.

Un hedor agrio a humedad y podredumbre impregna el aire, tornándose cuasi asfixiante, mientras que el silencio inquietante solo es quebrado por los gruñidos de las bestias que acechan desde la oscuridad.

En estos momentos, en una de las zonas más remotas del lado oriental del bosque Umbrío, un numeroso grupo de elfos se está enfrentando a una gigantesca horda de ogros: criaturas fornidas de piel dura y grisácea, ojos amarillentos, con orejas terminadas en punta, colmillos y uñas largas; todos ellos protegidos por toscos petos metálicos que cubren sus torsos, empuñando grandes y pesadas hachas y mazos; incluso, algunos de ellos están montando a una pluralidad de bestias cuadrúpedas gigantes, que no son más que cadáveres de hienas huargo reanimados por el Señor de este bosque.

Desde el aire, los elfos intentan repeler el ataque, pero la amenaza de las monstruosidades avícolas los acorrala: criaturas aviares lampiñas de piel obscura con amplísimas y membranosas alas, garras como cuchillas y picos filosos de un metro de longitud; cientos de ellas están acechando por las alturas, moviéndose con marcada rapidez en el aire, complicando sobremanera a los elfos y obligándolos a mantenerse cerca del suelo, donde su magia es menos efectiva contra los ogros.

En el fragor de la cruenta batalla, los seres del Principado combaten con una notable amalgama de audacia y exacerbación.

Los hachazos y mazazos de los ogros impactan contra ellos con un sonido sordo y vibrante, chocando contra el contorno casi etéreo de qí mágico que los envuelve, permitiéndoles soportar los brutales embates de sus enemigos; sin embargo, sus defensas, se debilitan tras cada golpe.

Así, los guerreros del Principado Élfico, aunque más fuertes que las bestias del bosque Umbrío, comienzan a verse sobrepasados por su considerable desventaja numérica.

Están cada vez más rodeados.

Los gritos de guerra se entremezclan con los grotescos bramidos de los ogros y los ensordecedores rugidos de las bestias cuadrúpedas.

Las defensas mágicas de los elfos se desmoronan.

Tratan de escabullirse hacia el aire, lanzando hechizos desesperados para contener la embestida e intentar neutralizar a sus enemigos; no obstante, la situación se complica aún más cuando las criaturas avícolas descienden en picado a una velocidad feroz desde las alturas, lastimando a una pluralidad de ellos con sus garras y picos, obligándolos a mantenerse cerca del suelo.

La situación de los elfos se torna crítica: con heridas ostensibles y su magia casi agotada, sus semblantes reflejan una manifiesta zozobra que denota el pánico de su interior. Sus cuerpos tensos, al borde del colapso, titubean entre la resistencia y la caída, en tanto la oscuridad de la derrota se cierne sobre ellos.

Pero de repente, un destello violáceo oscuro y una luz celeste refulgente surgen por el horizonte, proyectándose con una energía imponente que corta el aire.

El Poder de Oikesia 2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora