Capítulo IV - De la Reclusión Improbable

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—No, Róndiff, ya te lo dije —jadea—: con el poder tremendo que tiene, podrá salir de ahí en un instante... Si hubieras visto lo que ella es capaz de hacer... —Exhala de manera pesada y prolongada—. Lo comprenderías... —Hace una pausa—. Avernos, creí que entre los tres podríamos hallar alguna solución, pero me temo...

—Mi señor —lo interrumpe el elfo—, la bruja es líder de los hadas; dado el caso de que resulte imposible retenerla, si logramos... doblegarla emocionalmente, por así decirlo, y sembramos la idea en su cabeza de que, si ella se escapa, sus hadas sufrirán las consecuencias de manera inmediata..., tal vez se sienta coaccionada a no actuar.

Azra ladea su cabeza para ambos costados. «Pero... ¿y después qué?».

Comienza a escuchar voces, aunque le resultan ininteligibles, como ecos distantes en su mente obnubilada.

—Eso es un riesgo enorme —objeta Aris—. No conocemos a esta mujer: si a ella le importa un comino la vida de los hadas, puede que nos mate a todos cuando despierte. —Baja su mirada a Azra—. Majestad, la mejor solución es... ajusticiarla, ahora; y nos ahorraremos cualquier tipo de problema sobreviniente.

Siente una presión fría y restrictiva en sus tobillos, muñecas, cintura y cuello.

—¿Ah, sí? —dice Azra con una risa burlona—. ¿Y cómo? Ninguno de los paladines ni de los aquí presentes tienen la fuerza suficiente como para dañarla seriamente empuñando un arma. Incluso inconsciente, sigue siendo poderosa, al menos para las fuerzas humanas; la diferencia de poder es más que abismal. —Resopla, al tiempo que se percata de que Aris lo mira con los ojos muy abiertos y gesticula con las manos, señalándolo a él—. ¿Yo? ¿Acaso el fuego de las antorchas no llega a alumbrar bien aquí abajo? —El Emperador está sentado en el suelo con su espalda repoyada en una pared frente a una celda; su cara repleta de gotas de sudor—. Estoy destrozado, Aris; me duele todo el cuerpo y la única razón por la que no caigo dormido es porque estoy demasiado alarmado y preocupado. Lamentablemente mis fuerzas están agotadas en este momento.

Un leve dolor en la nuca le recuerda la brutalidad del último golpe recibido.

«¿En verdad no puede o es que no quiere hacerlo? —recela Aris—. Bueno, a estas instancias, soy consciente de que no se lo puede hacer cambiar de parecer a Su Majestad por más elocuentes que sean las palabras empleadas; es mejor ahorrar saliva».

—Entiendo —responde nada más.

Se escuchan crujidos metálicos resonando desde la celda.

Lisa Laveau abre los ojos y toma una bocanada de aire, atónita.

—Que los Theoi nos protejan... —murmura Róndiff.

Aris se tironea una y otra vez de la punta de su fino bigote con una celeridad que denota su nerviosismo.

—Aquí vamos... —dice Azra en tanto se esfuerza por pararse, soltando un gimoteo.

—¿¡Dónde carajos estoy!? —se sobresalta la bruja—. ¿¡Qué rayos me pasó!? —Se percata de que está sentada, con los brazos y las piernas estirados e inmovilizados por grilletes, además de sentir la presión de uno en su cintura y otro en su cuello. La humedad de la celda se le pega a la piel; arruga su nariz por el asco que ello le genera. —¡Tú! —Se dirige a Azra con el ceño fruncido y los dientes apretados—. ¿¡Me diste un golpe por la espalda justo después de salvar a la niña!? ¡Eres un tramposo y un cobarde! —grita furiosa.

Azra balbucea, sintiéndose perplejo.

—¿¡Y qué querías!? —dice finalmente—. Gracias por salvarla, pero, ¡quien la puso en peligro a ella y a toda la gente fuiste tú al atacarnos!

El Poder de Oikesia 2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora