Capítulo VIII - Del Amo y Señor de las Bestias Umbrías: Fínrael Nyxáster

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Mientras Azra y Lisa se dirigen a las profundidades orientales del bosque, el duque Nífgolin Helithrindor y un selecto grupo de sus mejores elfos, tras haber vencido a una horda de bestias, se preparan para enfrentar al Señor del bosque Umbrío: Fínrael Nyxáster, ahora conocido como Gor, cuyo nombre significa «oscuridad» en Lengua Demoníaca.

Así, desde las entrañas de su lúgubre morada, ubicada al borde de un acantilado frente al mar Bucanero, el Señor de este bosque, emerge desde un imponente y rústico salón iluminado de manera precaria por las titilantes luces del fuego.

Sobre esta vasta estancia se levantan dos edificaciones hechas de troncos ennegrecidos y enmarañados, cuyos techos están cubiertos de musgos y alimañas tales como: cucarachas, arañas y gusanos que se arrastran por la penumbra; y entre ambas, se alza una monumental torre de madera tosca que raspa las copas de los altísimos árboles, cuyas ramas zarrapastrosas que se entrelazan, albergan a una pluralidad de monstruosidades avícolas que vigilan la morada de su amo y señor.

La enorme torre, se encuentra protegida por una poderosa barrera color bermellón transparente hecha de qí mágico.

En este preciso momento, Gor, con una amplísima sonrisa despiadada y soberbia, desciende por un incontable número de escalinatas irregulares, formadas por raíces y troncos retorcidos, cubiertas por capas vegetales y líquenes que crujen bajo sus pies, como si el bosque mismo se estremeciera ante su ominosa presencia.

Sobre su brazo izquierdo, flexionado para sostenerla, una silueta indefinida apenas perceptible en el ambiente oscuro, cuelga inerte.

Los elfos logran sentir su pérfida presencia, aunque aún no consiguen verlo, puesto que su campo de visión se encuentra obstruido por una multitud de ogros que se interponen entre ellos y el elfo corrompido.

A medida que Gor avanza a través de una inquietante caminata, sus ogros comienzan a girarse gradualmente, quedando alineados entre sí, formando un pasillo mientras su amo pasa por en medio; sus cuerpos tensos y sus caras reflejando el nerviosismo y el pavor que él les inspira.

Con una firmeza solemne, los ogros golpean en simultáneo al suelo con uno de sus pies, acompañados por el retumbar de sus armas; el eco de sus pisotones reverbera por el bosque, mientras que, en grotesca cacofonía, sus voces ásperas y graves exclaman al unísono: «¡Gor, Gor, Gor, Gor, Gor, Gor!».

Finalmente, el elfo maligno se sitúa frente a aquellos de su misma raza y estirpe, con quienes alguna vez compartió las mismas tierras; sus monstruosidades avícolas volando en círculos por encima de él.

Los guerreros del Principado Élfico lo vislumbran entre las sombras, sintiendo una mezcla de repulsión e impotencia ante lo que ha devenido: una abominación de piel tan negra como las tinieblas; con el cabello oscuro y greñudo cayendo hasta su cintura; sus ojos, completamente color escarlata y desprovistos de pupilas, ardiendo con un resplandor siniestro.

Una risa retorcida que refleja la maldad en la que se ha sumido escapa de su garganta, mientras que de su boca comienzan a deslizarse algunos hilos de sangre; un macabro testimonio de su más reciente perversión.

Un frío estremecedor recorre la columna de los elfos: desde la torre de Gor, rodeada por la opresiva barrera de qí mágico, perciben múltiples presencias que les resultan familiares... aunque debilitadas.

Por su parte, con una mezcolanza de nerviosismo y frustración, el Duque, con los ojos entrecerrados y su quijada apretada, señala con un leve temblor en la mano hacia aquel lugar.

—¡Dentro de esa maldita torre! —exclama con un dejo de consternación en su matiz de voz—. Ahí están... ¡Sáralyn y las demás elfas! —grita con desquicio.

El Poder de Oikesia 2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora