12. Ley del hielo.

25 3 0
                                    

Miércoles, salón de clases en plena tarde. El profesor se había ido a charlar con una de las profesoras y los estudiantes tenían un habitual alboroto. Shelly, se hallaba sentada en uno de las sillas, con el rostro apoyado en su palma, sus ojos azules estaban puestos en la ventada que daba con el cielo lleno de nubes claras que se dispersaban rápidamente.

El ruido de una silla siendo acomodada justo al lado de la suya fue molesto, mas ni eso ni el hecho de que Luis tomara asiento a su lado tan repentinamente le inmutó.

— ¿Se murió alguien o porqué sigues con cara de perro triste? — Dijo el hijo del director.

— Dios, cállate de una vez. — Respondió ella, sin mirarlo.

— Parece que el tipo de dos metros logró algo en ti en vez de tú lograr algo en él. — El varón carcajeó, burlándose del estado de Shelly.

Esta lo miró de reojo, enfadándose ligeramente — Es injusto. Jasper no deja de evitarme y es demasiado molesto para mi. No entiendo quién no querría mis deliciosos besos. — se quejó ella, volviendo a poner su vista en la ventana.

— Aburres con tanto enamoramiento, espabila. —

Shelly se sorprendió, girándose con el ceño fruncido. — ¿Qué dijiste? —

— Que espabiles. Hay más hombres que estrellas en el mundo. — Repitió él, desinteresado.

— No, eso no... —

— Déjate de tonterías, Shel. Nadie nunca logró hacerte mover ni un poco ese seco y polvoriento corazón tuyo. — Explicó Luis.

— No estoy enamorada, no seas idiota. — rodó los ojos.

— Como digas, solo quita esa cara de despechada, vas a hacer que todos se depriman. — Y se paró y se fue.

Shelly suspiró pesadamente, volviendo a recostar su mejilla de la palma, mas la conocida voz de Cal entró en escena. — ¡Shelly! —

La pelinegra se quejó, cerrando los párpados. — ¿Qué? —

— Esta es la última clase, ¿iremos directo a tu casa o...? —

Shelly abrió los ojos, mirándola con el entrecejo fruncido. — ¿Cómo que a mi casa? —

— ¿Ya lo olvidaste? ¡Pasaremos el fin de semana juntas! — Explicó la rubia, haciendo un mohín.

— Cierto... aunque te había dicho que desde mañan-... bah, da igual. Sí, iremos directo a mi casa. —

— ¡Yippie! Puedo preparar galletas horneadas si quieres... — Sonrió animadamente.

— Haz lo que quieras. — Y entonces sonó la campana de fin de clases. Shelly se elevó de la silla, con sumo desánimo. — Vámonos, no quiero estar aquí. —

Ese día, Jasper no había asistido a clase, pues tenía que acompañar a su madre a una cita médica. Mas al volver, se percató de que la cena ya estaba siendo preparada. Él frunció el ceño y se aproximó hasta la cocina, queriendo averiguar de qué se trataba todo. — ¿Qué mierda haces? Tú no sabes cocinar. — Le dijo a Diana, quien, con un delantal de brillos y unos guantes, se paseaba por la cocina.

— ¿Quién te mintió así? — Respondió ella, volteando a mirarlo.

— Tú. Dijiste que no sabías cocinar. — Contestó Jasper, mirándola con ligero mal humor.

— Ah-... sí, mentí. Solo cocino cuando quiero, y hoy quise sorprenderlos. — Sonrió ampliamente.

Jasper refunfuñó. — Está bien... iré a mi habitación, llámame cuando esté listo. Diana asintió, afable, y el más alto fue a esconderse a su recámara. Se dejó caer sobre el colchón y cubrió con sus manos su rostro cansado, dejando escapar un suspiro. Desde su primer beso con Shelly, se había estado sintiendo más confundido que nada, pero el segundo beso fue la gota que colmó el vaso de pensamientos que tenía él acerca de la situación inesperada.

Debí huir el día que la conocíDonde viven las historias. Descúbrelo ahora