Era tarde para dar marcha atrás. Aurelio intentaba agarrarse con todas sus fuerzas al pasamano en la cubierta de proa del buque. Empapado de sudor y humedad hacía verdaderos esfuerzos para contener el malestar creciente que le subía desde el estómago y que probablemente le iba a dejar en ridículo. El continuo vaivén producido por las olas sacudía la embarcación como si se tratase de un juguete indefenso a merced de los elementos. Y eso a pesar de sus casi 600 toneladas de peso, 40 metros de eslora y 7 de manga que eran las medidas con las que había salido el Cáceres de los astilleros de Vigo.
—Eso nos ha pasado a todos, muchacho —dijo el contramaestre con la mayor naturalidad, en cuanto le divisó desde el puente. El hombre que conservaba toda su pelambrera debía tener unos cuarenta, pero aparentaba más.
—Cosas de novatos —añadió Jesús Barázar, el maquinista, que en ese momento fijaba o repasaba los amarres—, ¡ahora a dormirla y mañana ya estarás como nuevo! —insistió—. El vómito es el bautizo del marino.
Sonaron carcajadas francas y estridentes mientras Jesús proseguía con su labor cambiando maromas de sitio.
—No tengas miedo de que esto no se hundirá, es más una vieja potala que un maldito mercante oxidado —le aconsejó el contramaestre—, y, además, hoy a penas hay temporal, es como si estuvieras al pairo —añadió—, si vieras cómo se menea esto el día que sopla la galerna...
—¿Qué llevamos de carga? —pregunto Aurelio como para intentar frenar las arcadas con sus palabras.
—¡Nada!, vamos a Noruega a por celulosa para hacer papel. ¿Qué te parece? —respondió Jesús Barázar mientras regresaba al calor de las calderas.
Cuando se embarcó en el Cáceres, tras haberse graduado en la Academia Naval de Cartagena, pensaba que su futuro iba a ser lustroso y prometedor; que llegaría a capitán en pocos años y se ganaría un porvenir. Soñaba con que le dedicasen una calle o tal vez una modesta plaza en Valverde del Camino, su ciudad natal.
Hacía sólo dos horas que el Cáceres había zarpado del puerto de El Ferrol y a Aurelio ya le parecía que llevaba más de una semana. Estaba recuperando el color después de haber arrojado hasta la primera papilla. Al menos esa fue la impresión que él tuvo en tan vergonzosa situación. Alguno llegó a decir que eso era bueno pues daba de comer a los peces.
—¿De dónde eres, muchacho? —para el contramaestre todos los marineros jóvenes eran simples muchachos.
—De Valverde del Camino, señor.
—Buenas botas —terció sin dejar que Aurelio siguiese hablando.
—Pero eso está en el sur, ¿no? —preguntó mientras se rascaba la nuca con su mano derecha y guiñaba el ojo izquierdo.
Las palabras de aquellos rudos marineros martilleaban las meninges maltrechas del graduado en marinería Aurelio Pérez, hijo de un modestísimo maestro de escuela y de una tahonera onubenses que con muchísimos esfuerzos y penurias de posguerra habían conseguido meter a su hijo en un oficio con futuro.
—Anda, ven a mi camareta que tomaremos un poco de aguardiente... o vino o un café caliente con un poquito de coñac que ya ves, aquí tenemos de todo —le ofreció el contramaestre como si de su hijo o tal vez un hermano menor y desvalido se tratase.
La camareta, decorada con estampillas prohibidas de Rita Hayworth y Hedy Lamarr entre otras, olía a una mezcla de cerrado con sudor y cigarros de los auténticos, de los que producían mareos y somnolencia de manera conjunta. En un armarito cerrado con un candado estaba "la logística" del contramaestre. Todos los marineros que había allí venían del ejército y la mayor parte de ellos habían sufrido en sus carnes la cruel guerra fratricida de la segunda mitad de los años treinta. Para ellos la ruta regular entre el Ferrol y Oslo se les hacía muy larga y aburrida. Mataban el tiempo jugando a las cartas y emborrachándose lo justo, no fuese que el capitán los denunciase a la compañía de forma que acabasen todos en el muelle peleándose con los estibadores por un mendrugo de pan. Cuando llegaban a puerto, después de casi una semana de oleaje, daban rienda suelta a sus instintos sexuales en los cuchitriles habituales de las zonas portuarias.
—¿Cómo te llamas muchacho? —ya era la segunda vez que se lo preguntaba.
—Aurelio Pérez para servirle a usted y a España —respondió como un resorte.
—Yo me llamo Sancho Fajardo, creo que no te lo había dicho antes. Aquí y con esto —contestó el contramaestre enarbolando una botella de anís que estaba a la mitad—, ¡no me hacen falta formalismos! ¡Siéntate donde puedas! —dijo mientras él se cogía el único taburete disponible en la minúscula pieza. Aurelio al final cedió y se sentó sobre el catre deshecho. Ya se había acostumbrado al olor. El contramaestre sacó dos vasos pretendidamente limpios, les dio la vuelta y los golpeó contra la mesilla, como si con eso fuesen a perder el polvo. Los llenó hasta el borde y ofreció uno a Aurelio.
—¡Por tu salud y por tu bautizo marinero! —dijo entre risotadas.
—Por su salud —respondió Aurelio estoicamente.
Del bolsillo el Sancho, el contramaestre había sacado una vieja y manoseada baraja de cartas española. Las barajó con la mayor naturalidad, cortó, extrajo la carta del palo del triunfo, seis de bastos, y repartió cartas.
—Jugamos a la brisca, pero la brisca de mi tierra ¿eh?
Aurelio había notado que se debían repartir las cartas primero, antes que sacar el palo del triunfo. Pero por su situación prefirió callar y dejar seguir los acontecimientos. Apostaron unas monedillas y en un santiamén, Sancho, el contramaestre, que había tenido muy buenas manos ganando todas las bazas, lo había desplumado por completo. Para celebrarlo daba enormes bocanadas a la faria. Llegó el capitán. Afeitado, acicalado y pulido, lucía un corte de pelo al uno. Impecable, digno de su rango. Llevaba la gorra bajo el brazo y traía consigo su propia banqueta. Aurelio dejó las cartas e hizo un amago de levantarse más que obediencia que por cortesía. El contramaestre ni se inmutó y dio otra bocanada a su puro que inyectó aún más humo en el cuarto.
—¿Empezamos de nuevo?
—Por mí, no hay inconveniente —respondió el contramaestre mirando a Aurelio de manera escrutadora—, ¿y tú Aurelio?
—Por mi tampoco —respondió casi balbuceando.
—Barajo y corto yo —dijo el capitán—, pero con estas y al modo de mi tierra —mientas se sacaba del bolsillo otros naipes mucho más limpios.
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Los Relatos del Búho
Short Story¿La vida es cuento? No lo sé, pero con estos relatos puede que se abra una nueva dimensión y empieces a escribir el guión del relato de tu propia vida. Después de autopublicar tres antologías de cuentos: Relatos por un tubo y Cuentos de Barbería y T...