A su imagen y semejanza

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Empezó a hablar y se hizo un silencio en cuanto se pudo escuchar su voz con claridad.
—Apenas puedo recordar cuándo comenzó mi desazón. Quizá cuando te vi allí, pegada a la pared, enmarcada en dorada moldura. Estabas con esa actitud hierática, fría, distante, en compañía de caballos. A la entrada de la floresta. Te saludé, pero no tuve respuesta. Tu mirada quería ver algo. Tus labios querían hablar. Sólo cruzamos la mirada. Tus ojos impertérritos me hipnotizaron. Quedé prendado de tu tez azulada, iluminada por la luna, de tu corta túnica blanca, mudada en fosfórico zarco. No sé la verdad, la dimensión, el alcance o la extensión del tiempo. ¿Qué es tiempo? ¿Qué es transcurrir? Y aquí estoy otra vez. Me siento capturado por el carmesí de tus labios inmóviles. Me embeleso y me entristezco cada vez que contemplo tus muslos entecos. Y así permanecemos quietos, inmóviles, como domeñando un incalculable e incontenible deseo. Y yo, yo..., entre muchos deseos refrenados, conservo el ansia de ser corcel con el que cabalgues... Pero en casa no tengo nada más para ofrecerte que un viejo y desportillado búcaro vacío, símbolo de yermos e incontables años. No puedo columbrar dónde voy ni cuál es mi destino; derrengado estoy aquí, embelesado ante ti y tú sigues sin mover los labios. Tan sólo esa mirada mesmérica en la que estoy atrapado. Quisiera que esto que pienso fuera nuestro epitalamio que pudiera tal vez escribir algún día. Pero es un sueño. Lo sé. ¿Soy yo una entelequia? ¿Existes tú más allá de mis pensamientos? ¿Has existido? No dices nada. Pero un poco tuyo me colma. Así, al menos probaré el acíbar de tu desdén. No sé cuál es mi límite ni en que momento caducaré. Toda mi vida me he entregado con denuedo a las tareas que me encargaron. Por ahora me siento exangüe y sin fuerzas, preso y atrapado en este cuerpo que no sé si es del todo mío; gobernado por unos recuerdos que quizá fueron míos. Hechizado por unas sensaciones que nunca antes había tenido. Nunca, hasta que aquél funesto día te encontré allí, en el museo. Entonces comenzó mi desazón. Quizá la palabra acertada sea otra, pero se me nublan las ideas. Cuando me pusieron en marcha, en el laboratorio aquél, me aseguraron que sería un androide frío y calculador. Fuerte, aséptico e insensible a la volubilidad y debilidades propias del ser humano. Pero ahora alcanzo a comprender que ellos me crearon, como si fuesen dioses, a su imagen y semejanza. Siempre he tenido esa duda. Sé que debajo de esta piel de aspecto humano hay una estructura de metal bruñido y que dentro no hay sólo cables sino el cárdeno de la carne humana. ¿No me dijeron que era totalmente artificial, como los otros? Me da igual. Pero esto que siento... ¿Es mío? ¿Lo he creado yo en mi febril locura o me lo implantaron? Caducaré o seré eterno, imperturbable. O será un sueño que no se acabará nunca...
Cuando el ciborg expiró, los ingenieros se cruzaron las miradas. El silencio se hizo más tenso. Nunca antes un androide había sido capaz de pergeñar una encendida y romántica declaración de amor y menos antes de ser desactivado. A petición de los forenses hicieron un volcado de su memoria. También decidieron visitar el museo para indagar más al respecto.

© Manel Aljama, 2009
© Imagen de Wikipedia modificada, "Creation of Adam" (cropped), edited.



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