Nochevieja del 42

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La trocha, que no alcanzaba la categoría de camino, conducía directamente desde el apeadero hasta las primeras casuchas del arrabal. Cipriano, con muchas dificultades, arrastraba su pata de palo. Se apoyaba en una carcomida muleta que le debieron dar en Auxilio Social, más que para ayudarle, para librarse de él. Le habían pagado un billete y lo habían facturado para otra provincia. El frío enero se anticipaba en las últimas horas de diciembre. Como pudo se acercó a buscar el calor de una taberna. Encontró algo parecido a una mísera tasca sin letrero y con las luces mortecinas, casi apagadas. Se resguardó en el tranco de la puerta, la empujó y se pudo poner a buen recaudo. Casi todas las desvencijadas sillas reposaban sobre las sucias mesas. Restos de servilletas de papel, chapas y huesos de aceituna estaban sembrados por el suelo lleno de manchas. No se sabía si los vidrios estaban empañados o sucios.
—Vamos a cerrar —dijo en voz alta Julián, el propietario, desde detrás de la barra.
—¿"Usté" tiene prisa, maestro? Vengo de muy lejos y sin pierna como ve —se arremangó el pantalón, aunque no se veía nada de tan poca luz que había—, ¿no tendrá un aguardiente? Hace mucho frío y a más no me llega.
Con un gesto contrariado, el propietario de la zahúrda, que hacía las veces de bar agarró una botella pringosa que parecía de anís y sirvió una copa. Se lo pensó y se puso una también él. El lisiado se acercó hasta la barra y pudo comprobar que el hombre era tuerto y un surco de al parecer una quemadura marcaba su mejilla derecha. Julián alzó la copita:
—¡Por el año nuevo!
—¡Por el año nuevo! —respondió el recién llegado—. Usté tampoco tiene donde ir, ¿"verdá"?
—Tengo este bar. Antes tenía otro más en el centro. Cuando acabó la guerra me acusaron de dar cobijo a un miliciano. Me llevaron preso. ¿Ve usted el ojo que no tengo? ¡Me lo arrancaron en la cárcel! Al final me dejaron ir. Tuve que cerrar el bar y venirme aquí. ¡Y todo por no escaparme!
—¿Por no escaparse?
Antes de responder, Julián sirvió otra ronda. Se la bebieron de un trago y volvió a llenar las copas. Apoyó los brazos en el mostrador y se inclinó hacia adelante.
—Por una mujer, que aunque no estaba casado por la iglesia era mía... —bebió la copa—, y que luego se fugó con un requeté.
Se puso otra copa.
—Seguro que fueron ellos los que me delataron —añadió mientras Cipriano bebía y escuchaba atentamente.
Cipriano dio un sonoro eructo que llenó el ambiente de una vaharada dulzona. Julián ni se inmutó.
—Pues yo perdí mi pierna huyendo de una turbamulta del mercado. Hace un año o año y medio... que no me acuerdo muy bien —extendió el vasito y el tabernero le escanció otra dosis—, me subí al tren sin billete y en cuanto llegó el revisor me echó mientras estaba en marcha y caí debajo de las ruedas. Ya ve... ¡Sólo pude salvar una de mis piernas! No me dieron nada. Decían que tenía que estar contento de que no me denunciaron por no llevar billete. ¡Ya ve lo dura que es la puta vida!
Perdida la cuenta de las copas, habían caído en un silencio previo al sopor alcohólico cuando entró un acordeonista de esos que van lampando y piden limosna en todas partes porque de todas partes los echan.
—¡Está cerrado! —Dijo el propietario con cierta dificultad— ¡Pero si toca algo le invito!
—¡Eso está hecho maestro! —respondió—, ¡pero déjeme que me caliente y les alcance con el anís! —añadió.
El barman le extendió el vasito lleno al visitante que se bebió de un solo golpe. Se puso a tocar un tango triste y brindaron porque 1943, si iba a ser tan frío, que al menos fuese más fácil de llevar.

© Manel Aljama (julio 2009)

Los Relatos del BúhoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora