La sopa

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Basilio notó, a pesar del grueso pijama de franela, la penetración de la humedad y el frío que provenían del colchón de su cama. Aunque el olor acre había llegado antes a su pituitaria que a sus piernas el empapado de las sábanas que tapaban el jergón. A pesar de sus ochenta y siente años aún conservaba en aceptable buen estado la mayor parte de los sentidos. Eso le servía para sobrevivir en aquel sitio que apenas podía distinguir ya si todavía seguía siendo un geriátrico, como rezaba en el letrero que leyó en el momento de su ingreso, o tal vez se había convertido en una prisión o lo que podía ser aún peor, un manicomio lleno de personal insensible que los trataban con la frialdad y el escrúpulo del que frecuenta a los apestados. Sintió pánico, terror. Quizá le enviarían como castigo al cuarto de los desahuciados que esperan la muerte como un alivio o una salida a la acumulación de dolores e incontinencias. O tal vez le pondrían en manos de una cuidadora nueva con tan poca experiencia como vocación. O puede que como mal menor entre la variedad y severidad de castigos, no le cambiarían las sábanas en un par de meses. También pensó que si antes de todo eso, pasase a mejor vida, no tendría que sufrir el insoportable tufo a ácido úrico proveniente de la orina seca de otro. Porque algo le decía que esos meados quizá no fuesen suyos. No, él controlaba bien su vejiga y sus esfínteres. Pero no estaba del todo seguro. A veces aceptar las culpas resultaba un poco duro y tal vez cruel.
Supo entonces, en ese momento de miedo y soledad, que no debía de haber discutido con la directora del centro durante la cena de aquella noche. Y menos por una sopa. Que era costumbre añadir agua a los restos de sopa de semanas anteriores era sabido por todos los residentes. Pero lo que Basilio no pudo o no supo aguantar fue el intenso e insoportable olor a cloro que desprendía el pretendido alimento con el que aderezaba la mayoría de las noches de los ancianos internos. La directora rondaba la cincuentena y sus rasgos de feminidad tal vez se habían marchado hacía ya mucho tiempo, quizás con alguno de los frecuentes vientos que azotaban la zona. Su voz destilaba una mezcla de bilis y odio adobados con gotas de desprecio hacia los habitantes de la institución.
—¡Esta sopa está aguada y además desabrida! ¡No hay quien se la trague! —había dicho Basilio, con firmeza, pero sin pensar para nada las consecuencias posteriores.
—¡La sopa está buena y es la misma que se sirvió la semana pasada! ¡No se entretengan! Ya saben que si tenemos que pagar horas extras al personal se lo cobraremos a sus familias. ¡Las quejas en el libro de reclamaciones! —fue la gélida y dura respuesta que se apresuró a dar la gobernanta del asilo para evitar un conato de rebelión. Nadie volvió a pronunciar palabra y se reanudó la rutinaria música que amenizaba cada noche el acto; el repiqueteo rítmico de las cucharas contra la cerámica de los platos.
La peste a enmohecido se mezclaba con los olores añejos, agrios de sudoraciones, acres de micciones incontroladas que emanaban de cualquier habitación y que como una niebla invisible envolvía el recinto. A pesar de las ingentes cantidades de lejía o acaso un desinfectante aún más fuerte que los empleados derramaban sobre los suelos no conseguían erradicar el hedor persistente. Basilio probablemente en poco tiempo se moriría de tristeza y sin llegar a saber a ciencia cierta que la directora, como castigo, había hecho derramar en su lecho una de las innumerables cuñas sanitarias llenas de orina.

© Manel Aljama, 2009
© Imagen de Audrey Hunt en Pixabay




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