Son órdenes

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La estancia era muy pequeña, más bien estrecha. Había escasez de luz. Tan sólo una lámpara flexo encima de una mesa metálica que enfocaba y que casi encandilaba al individuo que estaba atado a una silla. Tenía la cabeza dejada caer sobre el hombro izquierdo. Sus ojos estaban cerrados y los pómulos le ardían. Un hilillo de sangre se deslizaba por la entreabierta comisura de los labios. No estaba muerto pues se escuchaba un fatigoso y esforzado resuello. Se abrió una puerta y entró un poco más de luz. Irrumpieron dos individuos que descendieron los dos escalones que se elevaban sobre la entrada del cuarto. Cerraron la puerta.
—¡Vaya! ¡El nene se ha dormido! —dijo el que llegó primero a las proximidades del reo.
—¡Pues le despertamos! ¡Faltaría más! —dijo el segundo al tiempo que propinaba un puñetazo en el plexo solar del torturado que se quejó y soltó una bocanada de saliva sanguinolenta.
—¿Quieres más? —le interpeló quien acababa de propinarle el golpe. No respondió. Pero el goteo empezaba a ser hemorragia. El verdugo hizo un ademán de asestarle un golpe en la cabeza, pero el primero le detuvo el brazo con firmeza.
—¡Espera un poco! Todavía tiene que durar.
—¡Menudo golfo! —respondió, pero vociferando al martirizado— ¡Menuda suerte tienes!
Su compañero subió la breve escalera de dos peldaños y alcanzó la puerta. Salió dejándola entornada con la habitación sumida en una oscuridad rota únicamente por la incandescencia del flexo. No tardó demasiado. Volvió trayendo consigo un balde metálico lleno de agua que brillaba en la penumbra.
—Ten —dijo dirigiéndose a su compañero para que cogiese el cubo—, le daremos un descanso.
El otro lo agarró con las dos manos, dio un paso hacia atrás y le arrojó el contenido. El hombre casi se ahoga. Empezó a toser sin atreverse a abrir los ojos. Enderezó su cabeza. El transportista del agua bajó un poco el flexo quizá para que no se cegase del todo.
—¡Venga! ¡Confiesa de una puta vez! ¡Lo sabemos todo!
—¡Quiero ver a mi abogado! —respondió con voz entrecortada el recluso.
—¿Para qué? ¿Para que tengas un juicio justo? ¿Para que pagues una multa? ¿Para ser más justo? —respondió el agresor—. Ese no es nuestro estilo. Ya estamos cansados y ahora aplicamos nuestras propias reglas y nuestro propio método. ¿Has entendido?
—Nosotros —añadió el que parecía tener más dotes de mando—, obedecemos órdenes. Se nos ha dicho que has comprado música en el "top-manta"; y además tenemos las pruebas. Desde la sociedad de autores nos han dicho que te demos un escarmiento y que acabemos contigo. ¿Qué ganamos llevándote a la justicia? ¿Responde?

© Manel Aljama, 2009
© Imagen de lexicart


Los Relatos del BúhoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora