Là, à gauche

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(Ahí, a la izquierda)

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(Ahí, a la izquierda)

Se tocó el estómago nada más cerrar la puerta tras de sí. Últimamente encontraba las comidas de Brasserie Lipp un poco más pesadas de lo normal. Era obligatorio asistir. Podrían pensar que había tomado el camino de la disidencia. Ahora tenía que coger el metro y acercarse hasta la Place de la Concorde. "No es precisamente el sitio más discreto para citarse", pensó. Todavía pululaban en sus oídos las sirenas y los silbatos de la policía. Pero los latidos de su corazón, a mil revoluciones, y aquel suave tacto de la piel de Suzanne podían más. Mientras ellos, escondidos, se entregaron al jugueteo amoroso, sus correligionarios no dejaron un sólo adoquín sobre el asfalto. Por fortuna las cuatro viejas que habitaban aquel patio de vecinos estaban más pendientes de los enfrentamientos en el Boulevard de Montparnasse que de lo que dos jóvenes podían hacer o descubrir con sus cuerpos. Nadie los oyó. Con largos besos acallaron sus gemidos. "Quizá el riesgo o la novedad le excitaron entonces" —pensaba—, o "tal vez no le gusté lo suficiente" —se castigaba. Habían encontrado por casualidad aquella bocacalle y una de las puertas sin cerrar. No dudaron en perderse y dejar a otros la revolución. No se volvieron a ver. Él retomó sus actividades contestatarias que ahora eran un poco más clandestinas. Caminó despacio, casi sin ganas. En una pared todavía estaba la pintada que decía "Sous les pavés la plage" (bajo los adoquines, la playa), pero Gerard ya había comprobado que bajo los adoquines no había agua, tan sólo arena sucia. Y si descendía aún más, el único líquido era la suciedad de la alcantarilla. No podía quitarse de la cabeza el tacto de los senos de Suzanne, con sus manos aprisionados bajo el jersey. Ni tampoco sus labios carnosos y sonrosados, presa de la excitación. Al otro lado de la tapia, gritos, golpes y ulular de sirenas. Los jadeos del amor quedaban ahogados por la batalla. En una marquesina de anuncios, junto a la estación del metro se podía leer "Soyez réalistes, demandez l'impossible" (sed realistas, pedid lo imposible). Pensó que le volvería a pedir para salir. Aunque no se ponía al teléfono cuando la llamaba a su trabajo y tampoco estaba cuando la llamaba a la residencia de estudiantes que decía que dormía. De hecho, cuando indagó un poco más, supo que hacía mucho que pasaba por el dormitorio comunal.
Al llegar al lugar de la cita, en medio de turistas y gendarmes amables, recogió el paquete con las octavillas. Ciertamente era el lugar más seguro para este tipo de intercambios. Volvió a la mansarda que hacía las veces de résistance (resistencia) y comité de dirección. Tras el cierre La Sorbonne no tenían donde ir. En cuanto acabó el encargo se dirigió otra vez al Café de Flore.
—Ahí, a la izquierda —había dicho ella nada más localizar la portezuela que daba al patio interior. El callejón no era muy seguro. Él la siguió como un corderito y en su mente volvió a repetir la historia.
Y allí estaba él plantado y sólo metido en sus pensamientos y en el olvido. Removía con fuerza y monotonía la cucharilla mientras en la mano tenía un Gauloises encendido. Las volutas anidadas formaron la figura Suzanne. ¿La volvería a ver? —se preguntó—, mientras ponía la mirada en el infinito y se sumergía otra vez en los recuerdos.


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