Cadenas invisibles

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Desde ese día, empecé a contar las calorías de cada bocado como si cada una tuviera el poder de decidir mi destino, de hacerme visible o invisible ante el mundo. La comida dejó de ser un simple acto de necesidad, se transformó en un juego peligroso de control y castigo, una prisión donde cada gramo era una sentencia que cargaba sobre mi cuerpo. A cada bocado lo miraba con odio y miedo, porque sabía que, en su esencia, era una amenaza.

No era solo el miedo a engordar. No, era mucho más profundo. Era el miedo a las miradas que se volvían pesadas sobre mi piel, a los cuchicheos que me alcanzaban como dagas, a esas risas que no se apagaban ni siquiera en mi silencio. Cada vez que me sentaba a comer, sentía que estaba traicionando una parte de mí, esa parte que solo quería ser perfecta, aceptada, amada. Como si al abrir la boca y dejar entrar un trozo de comida, estuviera dejando entrar la vergüenza, la culpa, el fracaso.

A veces me paraba frente al plato por horas, analizando cada milímetro, tratando de calcular cuánto dolor significaría comerlo. ¿Cuánto odio más pesaría sobre mí si me lo permitía? Los días se llenaban de números y restricciones, como si en el conteo exacto de calorías pudiera encontrar una forma de redención. Pero nunca lo hacía. Lo único que encontraba era más miedo, más soledad, más angustia.

La comida se volvió mi enemigo, pero también una obsesión. Todo giraba en torno a ella: lo que comía, lo que no debía comer, lo que había comido y cómo iba a deshacerme de ello. Dormía pensando en los gramos que había permitido entrar en mi cuerpo y despertaba con la misma culpa apretada en el pecho. La pasión por la vida, por los sueños, fue reemplazada por un frío control, una disciplina que no era admirada, sino temida.

El hambre, que antes era una señal de que necesitaba nutrirme, se convirtió en un recordatorio constante de mi "fuerza". Cada punzada en mi estómago era una pequeña victoria. Si podía aguantar más, si podía seguir negándome, entonces tal vez, solo tal vez, algún día llegaría a ser lo suficientemente invisible como para que las risas dejaran de doler. Pero nunca lo lograba. El dolor siempre estaba ahí, acompañando cada mordida que no tomaba, cada plato que rechazaba.

El miedo a la comida no era solo el miedo a engordar. Era el miedo a ser vista de una manera que no podía controlar, a ser juzgada por unos ojos que no sabían lo que dolía, lo que pesaba estar en mi piel. Y ese miedo, día tras día, se volvía una cadena que me ataba más fuerte, hasta que la comida no era lo único que evitaba. También evitaba el reflejo en el espejo, la mirada de otros, la posibilidad de ser yo misma 🍽️🖤

Una adolescente más 👤Donde viven las historias. Descúbrelo ahora