REBECA - CAPíTULO 3: LA ROPA

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Faltaban dos meses para la boda de Julio y Merchi. Estábamos en marzo y, aunque aún no había llegado el calor, los vestidos de fiesta se mostraban esplendorosos en el escaparate: sin mangas, sin chaquetas, sin telas gruesas... ¿Es que nadie se casaba en días fríos o es que a nadie le importaba el tiempo en esas celebraciones?

-Buenas tardes -dijo mi madre al entrar.

-Buenas tardes -añadió la dependienta con un sonrisa de oreja a oreja.

-Veníamos a ver un vestido para la niña.

La mujer me miró de arriba abajo.

-¿Cuántos años tienes, bonita?

-Ocho -contesté.

Cogió un par de vestidos de mi talla, se los mostró a mi madre, que pareció entusiasmada, y nos metimos en un probador. El primero era un vestido rojo carmesí con unas florecillas blancas y verdes en la cintura, y el segundo que intenté probarme, un vestido verde pistacho, mostraba una simpática pluma color crema en el hombro derecho. Mi madre no consiguió abrocharme ninguno.

-Disculpe -dijo dirigiéndose a la dependienta-. ¿Tendrá una talla más? La niña está muy alta, ya cumple los nueve años en junio.

-Del verde no me queda la talla diez -dijo la dependienta a la vez que nos colaba una talla más del vestido rojo a través de la cortina del probador.

La diez tampoco me abrochaba, aunque del largo me quedaba mucho mejor.

-Tampoco le vale -le comentó mi madre apesadumbrada.

-¿Quiere probarle la talla doce del verde?

Supe de inmediato que algo iba mal. Me sentía "no válida". Esa era la expresión. No guardaba el estándar de la talla ocho, que era más o menos lógico porque me quedaba poco tiempo para cumplir los nueve, pero tampoco cabía en una diez. Ya era un hecho, estaba gorda.

Quería irme de allí. No quería probarme más vestidos ni más tallas, pero a mi madre no parecía importarle mi cara de disgusto. Hizo caso omiso a todas mis quejas silenciosas.

La talla doce era enorme. El vestido, que debía quedarme por las rodillas, me llegaba casi a los tobillos. Esta vez, mi madre sí consiguió abrocharme los botones de la espalda. Corrió la cortina del probador y llamó a la dependienta.

-¿Hacen arreglos? -Preguntó.

La dependienta no pudo o no supo disimular su cara de desagrado, y yo lamentaré toda la vida haberme fijado en ella. No se me olvidará aquella mueca en los labios, el levantamiento de cejas ni el suspiro posterior. Sus ojos me escrutaban de arriba abajo, reprobando mi tamaño en silencio, no era necesario que dijese nada en realidad, su mirada era más que suficiente. Comprendiendo que quizá me hubiese dado cuenta, la mujer volvió a encajar una amplia sonrisa en su rostro.

-Sí, ¡claro! -Contestó.

Se acercó a mí con una caja llena de alfileres y comenzó a subir la parte baja del vestido. Luego le tocó el turno a las asas. Mi madre empezó a hablarle de la boda de su prima Merchi, que iba a ser en el Castillo de Sotomayor, que había sido toda una sorpresa porque llevaba pocos meses con este chico y, como había tenido una relación anterior de ocho años, nadie se esperaba el evento tan pronto. Hasta pensó que se había quedado embarazada, pero resultó ser que no. Y allí estaba yo, con alfileres por todas partes, sin poder moverme ni un centímetro por el dolor punzante en mi pecho y, sobre todo, en mi todavía inmaduro corazón y con aquella pluma color crema (que ya detestaba) rozándome la barbilla. Salí con lágrimas en los ojos y un gran problema que me fruncía el ceño y los labios.

-No me gusta el vestido verde, no estoy guapa -dije en un intento desesperado por que mi madre hiciese algún comentario sobre mi cuerpo, sobre los vestidos o sobre algo que me arrancase aquel nudo de desesperación que empezaba a crecer en mí.

Mi grito de auxilio cayó en saco roto.

-Lo estarás. El vestido solo necesita unos arreglos para adaptarlo a ti.

-¿No podemos ver otros?

-Sabes que no podemos permitirnos ir a otro sitio. Los vestidos de boda son carísimos, y en este outlet hemos conseguido uno por solo veinte euros más diez de los arreglos. Cuando esté listo, te sentará como un guante. Ya lo verás. Además, con la tela que sobre podemos hacer un lazo para el pelo. Vas a ir monísima.

Agradecí que no se fijara en mi cara. Las lágrimas habían empezado a rodar por mis mejillas. Ahogué el llanto y me esforcé todo lo que pude en contenerlas.

El camino de vuelta a casa empezó a ser entonces una galería de escaparates convertidos en espejos en los que podía percibir, una y otra vez, todas mis imperfecciones.

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