REBECA - CAPíTULO 5: EL VERANO

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Durante las vacaciones de verano, íbamos todos los años a pasar una semana entera a casa del hermano de mi padre y su familia: la tía Juana y mis dos primas.

Marta y Belén tenían uno y tres años más que yo, respectivamente. Belén, la mayor, era delgadita, había salido a su madre. Pero a Marta también le sobraban unos kilos.

Yo heredaba su vestuario. Recordaba perfectamente llegar a casa el verano anterior con tres sacos enormes de ropa usada y mi madre enseñarme con desprecio una falda escocesa de la prima Marta.

-Fíjate, caben dos como tú aquí dentro. Ya veremos si vale la pena arreglarla o la llevamos directamente a la iglesia.

La falda me pareció horrible, era un tubo ancho con cuadros rojos y negros, presumiblemente escocesa. La desaprobación de mi madre hacia el cuerpo de su sobrina se quedó muy marcado en mi interior. Marta se estaba portando mal, estaba haciendo algo horrible.

Nada más llegar, me puse el bikini y bajé con Belén y Marta a la piscina. Ellas entraron de un salto, pero el agua estaba muy fría, así que yo decidí ir bajando lentamente las escaleras hasta que el agua me llegó a la cintura. Me encantaba nadar. Quería reírme a carcajadas y gritar lo congelada que me estaba quedando, pero, cuando levanté la cabeza para hablar, vi que Belén no le quitaba ojo a mi barriga. Sabía lo que estaba pensando, pero no dijo nada, y yo también opté por no abrir la boca. No estaba segura de si tenía derecho a quejarme del frío estando como estaba.

Después de nadar y bucear durante casi un par de horas, la tía Juana nos trajo unos bocadillos de jamón y queso. Los dejó sobre una mesa plástica, junto a las tumbonas, y nos llamó para que fuésemos a merendar. Salí del agua y creo que recordaré siempre lo que me dijo, pero, sobre todo, cómo me lo soltó, con aquella expresión en su rostro que cuestionaba sin rebozo mi aspecto físico:

-Hay que bajar unos kilitos, Rebequita.

Se me abrió un agujero en el pecho y sentí que el mundo desaparecía bajo mis pies, que no merecía estar divirtiéndome en el agua. Era culpable. Busqué rápidamente mi toalla y me envolví en ella asegurándome de tener la barriga bien tapada mientras mis mejillas adquirían un tono carmesí y me quemaban.

Durante los días siguientes, me cercioraba de ir siempre con el abdomen cubierto hasta llegar al agua y me enrollaba en la toalla tan pronto como sacaba un pie de la piscina. Era un poco molesto estar continuamente pendiente de no mostrar mi cuerpo, pero podría lograrlo. Solo sería una semana.

Mis primas siempre habían tenido buena ropa, viajes al extranjero todos los veranos, estancias en los paradores más lujosos del país y material escolar a juego. Me encantaban aquellos estuches, carpetas y lápices que la tía les compraba en el Corte Inglés, normalmente con estampados florales o personajes Disney. Eran lo más. Aquel año, como era costumbre, mi tía vació los armarios. La ropa de Belén se la daría a la hija de una amiga suya y la de Marta, que era la única que me iba a servir, podría llevármela a casa. Veía cómo entre mi madre y ella separaban cada prenda. La ropa de Belén era preciosa: vestidos de flores, vaqueros con bordados, petos de pana... La de Marta, sin embargo, era enorme. Alguna hasta parecía deformada.

Me metí en el baño, me senté encima del retrete y empecé a llorar en silencio. ¿Cómo había llegado a aquella situación?

Las últimas dos noches, todos, excepto Belén, cenamos ensalada de tomate. Belén podía comer lo que le diera la gana porque estaba delgada, así que para ella había espaguetis con atún y salsa de tomate y, para nosotras, un tomate maduro con pepino, atún y maíz. Mi madre veía con algo de disgusto mi cena, sabía que odiaba las verduras, pero no fue capaz de decírselo a mi tía, bastante hacía invitándonos a su casa con todos los gastos pagados de su bolsillo. Creo que fue durante aquellas vacaciones cuando empecé a relacionar la comida con el peso corporal. Las verduras estaban permitidas, los espaguetis no.

Después del verano, ya había añadido a la lista de los espaguetis todo tipo de pastas, galletas, pan, arroz, patatas, helados... No es que no los comiese, es que cada vez que tomaba algo de la lista, sentía que me estaba portando mal, que no hacía más que empeorar las cosas. Me dolía mucho más la conciencia que los golpes. Y, lo peor, era que la desazón solo me empujaba a comer más alimentos "prohibidos" y, a menudo, de manera compulsiva. Uno detrás de otro. No era capaz de detenerme hasta que me sentía realmente incómoda, con la barriga hinchada y la comida haciendo esfuerzos por bajar de mi garganta.

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