REBECA - CAPÍTULO 1: MI CUERPO

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Yo tenía un nombre, pero aquel día Jona decidió llamarme Gorda. Tenía ocho años. Solo-ocho-años.

En cuanto llegué a casa me puse frente al espejo. Jamás me había parado a pensar o a opinar sobre mi cuerpo. Me levanté la camiseta y vi reflejada la piel pálida de mi barriga. Ni siquiera así pude valorar lo que mis ojos percibían. Pensé en la niña más delgada que conocía: Teresita, quizá. Mi cuerpo no era como el suyo, seguro, pero no lo veía tan diferente. ¿Qué estaba haciendo mal?

Nos sentamos a comer y se lo pregunté directamente a mis padres.

-¿Estoy gorda?

-¡Qué vas a estar gorda! ¡Menuda tontería! -Contestó mi madre sin apartar la vista de su plato.

-¿Quién te ha dicho eso? -Preguntó mi padre sorprendido.

-Nadie -mentí.

Acabé de comer y pensé que no debía darle más importancia, que Jona solo me habría llamado gorda a modo de insulto porque estaba enfadado conmigo, pero que nada tenía que ver con la realidad. Yo no me sentía gorda. Tampoco delgada. Aún así, me vi varias veces al espejo a lo largo de la tarde, siempre con la camiseta levantada. Incluso me giré para verme desde diferentes ángulos. Intenté con esmero captar algo, lo que fuese, que me indicase que mi cuerpo no era correcto. Pero no hallé nada.

Los días siguientes, en el colegio, traté de evitar a aquel niño. A veces, solo se trataba de alejarse y enseguida se cansaban de ti para ir a por la siguiente víctima. Pero entonces me lo llamaron otra vez, y otra, y otra... Ya no solo era Jona, también Manu, Eloy, Alex...

Cuando ya tenía claro que aquellos ojos no me veían como los de mis padres, bajé al trastero de mi casa con un folio y un lápiz. Necesitaba esconderme para poner mis pensamientos en orden, sin distracciones ni contaminantes, porque aquello empezaba a afectarme mucho. Cada vez que me llamaban gorda me sentía peor. La tristeza se iba acumulando, no desaparecía de un momento para otro. Era como si los sentimientos ocupasen un volumen fijo y la alegría fuese perdiendo terreno en detrimento de la tristeza, decidida esta a ganar la guerra batalla a batalla.

Todavía no sabía cómo arreglar lo de mi gordura y, desde luego, aún no asociaba el peso corporal a la alimentación o el ejercicio físico. Solo sabía que debía sacrificarme, porque me habían enseñado que todo requiere su esfuerzo, así que pensé a qué cosas de las que me gustaban podría renunciar para ganarme el derecho a estar delgada. Podía eludir la luz del sol directamente... No, eso no era posible, no podía ir de sombra en sombra. Quizá evitar coger flores. Sí, eso podía hacerlo. Ya no más ramilletes de flores silvestres ni más juegos a me quiere-no me quiere. Y entonces tomé mis primeros apuntes: sol sí, flor no. No se me ocurrió nada más. Con la mano temblorosa escondí el papel escrito en la parte de atrás de un armario viejo lleno de trastos inservibles, polvo y telas de araña y volví arriba.

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