GERMÁN - CAPíTULO 6: INTERROGANTES

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A las cuatro y media volvía a estar sentado en su oficina. Tenía cuatro escasas pero maravillosas horas para indagar en la vida de Rebeca.

Agustín apareció con dos cafés humeantes y un sobre tamaño folio bajo el brazo.

-Con leche y extra de azúcar -dijo cediéndole uno de los vasos al inspector-. Y aquí tengo unas cuantas fotografías de la chica.

-Estupendo.

Germán le dio un sorbo al café mientras esparcía las siete fotografías sobre su escritorio. Agustín llevaba poco tiempo en el cuerpo, quizá doce o catorce meses, pero ya preparaba el café mejor que nadie.

-Siéntate, Agustín -le ordenó-. ¿Sabemos algo de las cámaras de seguridad?

-Tiene las imágenes de la gasolinera en su correo electrónico, pero ya le adelanto que no hay ni rastro de la chica.

-¿Solo de la gasolinera?

-Había una entidad bancaria al lado del edificio donde vive, pero cerró hará unos dos o tres años. No tenemos nada más.

El inspector giró la pantalla de su ordenador para ver las imágenes en compañía.

-¿Qué ropa llevaba puesta? -Preguntó.

-Pantalón negro y polo azul. Sale ya de casa con el uniforme puesto -contestó Agustín.

Germán estudió con cautela las imágenes de la gasolinera. No eran muy nítidas, pero mostraban los dos únicos caminos que Rebeca podía haber seguido para llegar al Carrefour. Dos pasos de peatones separados entre sí por unos ochenta metros.

-¿Por qué coño no aparece? -Maldijo.

Levantó el teléfono de su oficina.

-Recuérdame el nombre de la madre de Rebeca Ramírez, Agustín -pidió el inspector tapando el micrófono.

-Consuelo, señor.

El inspector levantó las cejas sorprendido, pensó que el nombre le venía al pelo a la pobre mujer.

-¿Doña Consuelo? Soy el inspector Gómez.

-¡Inspector! ¿Saben algo ya? Por favor, aunque sea malo, quiero saberlo. Esto es insoportable.

-Lamento decirle que aún no tenemos nada.

Lo lamentaba de verdad. Desde que el Centro Nacional de Desaparecidos diera luz verde a su proyecto sobre el extraoficialmente llamado Departamento de Desaparecidos, su vida se había vuelto un infierno. Pero le gustaba su trabajo o, más bien, le gustaba ser él el responsable de ese departamento en concreto, porque sus compañeros no se tomaban las desapariciones tan en serio como él, sobre todo cuando el que se esfumaba era un adulto.

-Su plato está sobre la mesa, inspector. No ha venido a comer. Ya sé que me dijo que no saliera de casa, pero salí a buscarla porque ya no aguantaba más. Grité su nombre todo lo fuerte que pude. Pregunté a cuanta gente me encontré por el camino. Va a pensar que estoy loca, señor Germán, y creo que empiezo a estarlo.

-No, no creo que esté loca, doña Consuelo. Solo se comporta como una madre que quiere a su hija.

No estaba seguro de si la mujer estaría en condiciones de responder a sus preguntas. Tan solo podía oír su llanto y la respiración agónica y entrecortada al otro lado del teléfono.

-¿Sabe qué recorrido exacto hace su hija de casa al trabajo?

Consuelo tomó aire para hacer vibrar sus cuerdas vocales.

-Baja hasta Sanjurjo Badía, callejea durante media hora o cuarenta minutos y luego sube por el instituto de Uruguay.

-¿Por qué hace un camino tan largo?

-Tiene sobrepeso, inspector, necesita moverse. Es el único ejercicio que hace en todo el día.

-Gracias, Consuelo. La llamaré en cuanto tenga alguna novedad. ¿Está ya su marido en casa?

-Sí, sí. Está al teléfono hablando con su hermano, creo. Gracias a usted. Llámenos pronto, por favor. Se lo suplico. Esto es insoportable.

El inspector se despidió amablemente de aquella mujer ahogada en lágrimas, pero cambió de tono en cuanto colgó el teléfono.

-Agustín, sabes que aquí nada se da por hecho, ¿verdad?

-Sí, señor.

-Supusiste que la chica había cruzado sin más la carretera para ir a trabajar, ¡pero todos los días va a caminar antes de entrar en el puñetero Carrefour! Por favor, no quiero otro error garrafal como este. ¡Nos quedamos sin tiempo!

-Lo siento, señor. Sé que, en estos casos, el tiempo es oro.

Agustín notó cómo el rostro del inspector se encendía. El enfado comenzaba a saturarle el sentido común.

-Agustín, ¿te suena de algo el nombre de José Luis Sampedro?

-No -negó desconcertado Agustín.

-Es... solo un escritor -soltó Germán con tono irónico-. Si te sonase de algo, sabrías que el tiempo no es oro, que el oro no vale nada, que el tiempo es vida. Cada segundo que pasa, Agustín, podemos estar más cerca o más lejos de esta joven. Eso va a depender única y exclusivamente de lo bien que hagamos nuestro trabajo. ¿Lo entiendes?

Agustín asintió nervioso viendo el dedo índice del inspector posado con furia sobre una de las fotografías de la chica, pero sin apartar la mirada de la suya.

-No pierdas más el tiempo, por favor, ni me lo hagas perder a mí. Quiero pruebas, no suposiciones. ¿Entendido?

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