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La noche cayó sobre el palacio, y las doncellas de Isabela la prepararon con esmero. Le dieron un baño con aromas de lavanda y rosas, fragancias comunes en el siglo X, que llenaron la habitación de un suave y relajante perfume. Después, peinaron su largo cabello castaño con delicadeza y la vistieron con un fino camisón de lino, adornado con encajes en los bordes.

El lecho estaba preparado, con sábanas limpias y suaves, y la luz de las velas creaba un ambiente cálido y tenue. Cuando Fernando llegó a la alcoba, las doncellas de Isabela se retiraron en silencio, dejando al matrimonio solo.

Fernando, con una expresión seria y distante, se acercó al lecho. Isabela, aunque nerviosa, mantuvo su dignidad y se sentó en el borde de la cama, esperando a que él hablara.

—Isabela —dijo Fernando, su voz fría—. Sabes por qué estoy aquí. Cumplamos con nuestro deber y no esperes más de mí.

Isabela asintió, sintiendo una mezcla de tristeza y resignación. Sabía que su situación era complicada y que debía cumplir con sus obligaciones, aunque su corazón anhelara algo más. Con un suspiro, se preparó para enfrentar otra noche de deber, esperando que algún día las cosas pudieran cambiar para mejor.

Fernando se acercó a Isabela con una expresión que mezclaba deber y resignación. Sin decir una palabra más, se inclinó y la besó. El beso fue frío y distante, carente de la pasión que Isabela había soñado encontrar en su matrimonio. Aun así, ella cerró los ojos y trató de encontrar algún consuelo en el contacto.

Mientras sus labios se tocaban, Isabela no pudo evitar sentir una punzada de tristeza. Sabía que Fernando estaba allí solo por obligación, y no por deseo. Sin embargo, decidió no mostrar su dolor y respondió al beso con la mayor ternura que pudo reunir.

Fernando, al notar la suavidad en la respuesta de Isabela, se detuvo por un momento y la miró a los ojos. Había una chispa de algo, quizás compasión o duda, pero rápidamente se desvaneció. Sin decir nada más, continuó con su deber, dejando a Isabela con un sentimiento de vacío y soledad.

Después de cumplir con lo que se esperaba de ellos, Fernando se levantó del lecho y se dirigió hacia la puerta sin mirar atrás. Isabela, envuelta en las sábanas, lo observó marcharse con lágrimas silenciosas rodando por sus mejillas. Sabía que debía ser fuerte, pero en ese momento, la tristeza la abrumaba.

Cuando la puerta se cerró detrás de Fernando, Isabela se permitió llorar en silencio. La noche había sido otra prueba de su fortaleza, y aunque su corazón estaba roto, sabía que debía seguir adelante. Con un suspiro profundo, se recostó en el lecho y trató de encontrar algo de paz en el sueño, aunque sabía que el día siguiente traería nuevos desafíos.

Rodrigo, al escuchar los sollozos de Isabela, sintió una furia impotente arder en su interior. Apretó los puños con fuerza, deseando poder cruzar el umbral y consolarla, pero sabía que no podía. Su posición y las normas de la casa se lo impedían, aunque su corazón se rompiera al escuchar su dolor.

Sin embargo, Isolda, la doncella fiel de Isabela, no dudó en entrar. Con pasos suaves, se acercó al lecho y se sentó junto a su señora, envolviéndola en un abrazo cálido y reconfortante.

—Mi señora, estoy aquí. No estás sola —dijo Isolda con voz suave, acariciando el cabello de Isabela.

Isabela, al sentir la presencia de Isolda, se aferró a ella, dejando que sus lágrimas fluyeran libremente. La calidez y la comprensión de su doncella le ofrecían un pequeño consuelo en medio de su tristeza.

—Gracias, Isolda. No sé qué haría sin ti —murmuró Isabela entre sollozos.

Isolda continuó consolándola, susurrando palabras de ánimo y esperanza. Sabía que no podía cambiar la situación de Isabela, pero estaba decidida a estar a su lado y apoyarla en todo momento.

Bound by Fate, Freed by LoveDonde viven las historias. Descúbrelo ahora