Parte 2

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CAPÍTULO 1

Nueva York 1841

La brisa cargada de sal acariciaba las mejillas de lady Elizabeth Gregory mientras apoyaba sus brazos en las barandillas húmedas del Sirius. El enorme barco de vapor llevaba diecinueve días atravesando el Atlántico y ese día, por fin, llegaban al puerto de Manhattan.

Elizabeth apartó uno de sus rizos oscuros de la cara y miró al horizonte. En cualquier momento el sol empezaría a romper la oscuridad y desteñir sus franjas naranjas y moradas contra el oscuro océano. Había decidido mirar el amanecer en aquel día que, estaba segura, marcaría un nuevo inicio para ella.

Un golpe de aire gélido salpicó con el agua del mar su rostro de ojos grises y boca generosa. Se envolvió en su capa roja, regocijándose en haber tenido la prudencia de comprar ropa de abrigo en Greenock cuando el barco, salido del puerto de Londres, hizo escala en Escocia.

Aquella capa carmesí potenciaba aún más su fantástica melena azabache y el color níveo de su exquisito rostro. Y por si fuera poco gracias a su intuición meteorológica fue la primera pasajera que vio el símbolo de América, la Estatua de la Libertad, alzarse como un coloso en la bruma lluviosa del amanecer newyorquino.

Observó como las gaviotas se arremolinaban en torno a la impresionante figura mientras cantaban sus graznidos dándole melodía a la Bahía de Hudson. El sonido del barco anunció la próxima llegada al continente lleno de oportunidades.

Aunque ella había viajado en primera clase no había pasado por alto que el barco estaba lleno de inmigrantes irlandeses que huían de la hambruna que azotaba su país. Estos empezaron a salir a cubierta a celebrar su llegada bebiendo en sus botellas de licor y saludando con sus manos encallecidas a la fabulosa estatua.

Después de todo...¿de qué podía quejarse ella?

Miró a las mujeres de tercera clase con sus ropas raídas y sus sombreros de lana gastada. Katherine Briton, la mujer que le había robado a su amor, hubiera lucido un aspecto semejante de no haber sido rescatada de las calles por el honorable lord Briton. Y después...maldita sea...sir Kenneth Midelton, su Kenneth, su amante desde hacía un año, había puesto los ojos en la humilde muchacha. Cierto era que después de bañarla, vestirla y peinarla, la joven de las calles lucía como toda una dama con sus flamantes cabellos rojizos y sus ojos azules. La belleza innegable de aquella joven no le había quitado nunca el sueño. Ella misma era espectacular con sus formas femeninas y su cara de muñeca inglesa. Lo que no podía soportar...lo que aún ardía dentro de ella era la idea de que aquella mujer había podido entregar a Kenneth algo que ella jamás hubiera podido; su virginidad. Anhelaba que llegara un día en que aquella traba fuera eliminada para siempre de la vida de las mujeres. ¿Por qué ellos podían darse la gran vida con sus amantes y ellas debían permanecer castas y puras? ¡Por dios, conocía solteronas de cuarenta años que jamás habían sido rozadas por un hombre!

¡Abominable!

Cuando conoció a Kenneth era la joven viuda de lord Gregory, cuarenta años mayor que ella. Supo entonces que su única oportunidad de encontrar un nuevo esposo estaba en desposarse con otro anciano tras el riguroso luto. Un hombre joven jamás hubiera pasado por alto la ausencia de su virtud y ella, mujer rica y con poder, decidió que a sus veinticinco años ya se había preguntado demasiadas veces qué era un orgasmo. Fue Kenneth el que la hizo quemarse en los fuegos de la pasión y convertirse en agua cristalina de deseo...pero siempre tuvo los pies en la tierra...siempre supo que aquello acabaría.

Ahora era una mujer distinta. No por Kenneth y su abandono, no por el dolor del rechazo que era una herida abierta en su corazón, sino por algo muy diferente; había sido atacada por un lobo, un lobo enorme, inmenso en su pelaje gris, casi había perdido un brazo en el ataque y, tras sobrevivir a él, sus heridas descarnadas por las terribles fauces del animal habían cicatrizado en cuestión de minutos. Aquel ataque la había convertido en una mujer especial...una mujer con una visión tan aguda como la de un lobo, con un olfato tan desarrollado como el de un depredador, con una fuerza tan fiera como la de una bestia.

Era una de ellos, era una loba.

Suspiró mientras colocaba sus hombros dentro de la cálida capa y se dirigió a su camarote para terminar de empacar sus pertenencias.

Solo esperaba una cosa de aquel país tan nuevo, tan floreciente...que no se rigiera por las estrictas normas morales victorianas.

-Querida ¿no viene a cubierta a contemplar la magnífica estatua de la bahía?

Elizabeth miró a lady Eleonora Hamilton que iba del brazo de su esposo. Debía tener aproximadamente su edad, pero en tanto que ella había enviudado de su anciano esposo con tan solo veinticinco años, el marido de Eleonora era joven, fuerte y vigoroso. La envidió por momentos. A ella también le hubiera gustado ser la inocente esposa de un hombre joven y enamorado.

-Ya la he visto – respondió – no se demoren, la cubierta se está llenando de pasajeros que desean contemplarla.

-No se olvide, mi estimada señora, que viajamos también a Greenwich Village, nos encantará llevarla en nuestro carruaje – dijo sir Hamilton.

Elizabeth forzó una sonrisa.

-No deseo molestarlos con mi presencia.

-De ninguna manera nos molesta, lady Elizabeth – respondió el abnegado esposo. – Es usted una joven viuda en un país extraño. No me quedaría tranquilo sin acompañarla a su vivienda.

¡Vaya, no podría quitárselos de encima!

-Está bien, si no les importa no se hable más. Aunque me dijeron que Greenwich Village es un lugar tranquilo lleno de personas honorables.

-Y así es – se apresuró a responder Eleonora. – Es un barrio bellísimo con grandes casas estilo victoriano y esplendorosos jardines. Ya sé que ustedes los ingleses tienen su maravilloso Hide Park, pero cuando vea Whasintong Square no se arrepentirá de haber venido a nuestro país.

Lady Elizabeth Gregory pensó que no había nada comparado a la magnificencia de Hide Park con sus tres fuentes redondas, con la esquina de Square Garden anunciando las vistosas calles comerciales del centro de Londres, ni nada que pudiera hacerle sombra a los magníficos jardines reales de Kesintong pero había decidido darle una oportunidad a aquel país y sonrió al responder:

-Con personas tan amables como ustedes será un placer conocer Nueva York.

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