Parte 7

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CAPÍTULO 6

Era plenamente consciente de que algo se había apoderado de ella. Había sentido el impulso irremediable de caminar hacia el tipo que la miraba desde el fondo del salón bajo la jamba dorada de un arco. Adivinaba algo en él que le resultaba familiar. Tal vez la altura con la que era imposible obviar su presencia, quizás algo en su postura relajada pero dominante. Nunca le había pasado algo parecido; aquel hombre le recordaba a alguien de su pasado de una forma tan precisa que lo que parecía catapultado al olvido en los brazos del tiempo, se convirtió en un recuerdo tan presente que le pareció poder tocar con la punta de sus dedos una noche de su vida que jamás olvidaría.

El tipo tenía una leve sonrisa en el rostro cuando la miraba pero ahora que se dirigía hacia él su expresión era ceñuda.

Elizabeth se había preparado varios temas de conversación para abordarlos en el salón. El hecho de que una mujer se atrevería a cruzar el Atlántico sin la compañía de un hombre después del hundimiento del Governor Fenner, el barco de vapor americano que cruzaba el océano desde Liverpool hasta Nueva York, ya era un tema lo suficientemente distraído como para llenar horas con las opiniones emitidas. En eso Nueva York no era tan distinto de Londres; bastaba con sacar el tema adecuado para que durante las dos horas siguientes se encadenaran las conversaciones unas con otras hasta llegar a cualquier sitio que nada tenía que ver con el hilo principal. Para estar segura de ello le bastaba recordar la vez en que, tras una cena en Square Graden, sugirió el tema de la colonización británica de las Indias, desde ese tema terminaron en las Filipinas de los españoles y se imaginaron a los indígenas en taparrabos y con lanzas en la mano. Las opiniones vertidas mezclaban el humor, la política y el escandaloso decoro de las damas solteras.

No obstante, y en previsión de que el tema del viaje desde Londres no recibiera la mejor acogida también había investigado sobre los últimos acontecimientos políticos de las Nuevas Tierras. En aquella ocasión había tenido mayores dificultades pues en Inglaterra tenían a su Reina Victoria perenne en el trono, era una reina amada por su pueblo y, aunque para disgusto suyo era tremendamente religiosa, los ingleses la adoraban. En cambio en los Estados Unidos no había reyes. Su mente británica tardó en comprender aquel concepto de república presidencialista donde el gobierno de un país no se heredaba bajo la forma de un trono, sino que era elegido de forma indirecta por un Colegio Electoral de quinientas treinta ocho personas que emitían su voto, y a su vez, estos compromisarios habían sido elegidos por los ciudadanos de cada estado.

¡Un jaleo para su mente ordenadamente británica!

Recordó el día en que lo consultó con Gretty ... ¡vaya, de manera que estaba en un país donde su gobierno se decidía en las calles! Muy interesante, sin duda, y desde luego, más democrático que en su propio país. En cualquier caso comentar que William Henry Harrison había tomado el cargo como el noveno presidente de los Estados Unidos apenas un mes antes de su llegada le garantizaría una conversación. Y en caso de que todo aquello fallara siempre estaba el tema que triunfaba en todas las conversaciones de modo universal; la belleza femenina. A diferencia de las europeas, las americanas eran grandes aficionadas al Agua de Grecia para decolorar el cabello pues las mujeres de las Nuevas Tierras jamás usaron pelucas empolvadas como había sido la moda europea hasta hacía muy pocos años. Ella se encargaría de avisar una por una a todas las mujeres de Nueva York de que los nitratos de plata que llevaban aquellas aguas, supuestamente griegas, podían dejarlas con el cabello quebradizo y frágil empeorando su belleza y haciendo imposible la elaboración de los adorables bucles que adornaban todos los rostros femeninos...

Estaba todo preparado, nada podía fallar para que ella fuera durante esa noche y en ese baile de máscaras el centro de atención, no solo por ser hermosa sino también por poseer una fluida conversación que la reportaría como una dama a añadir en cada evento social. Sin embargo, no contaba con aquella presencia masculina que la inquietaba con su mirada oscura clavada en sus ojos grises desde que la había visto llegar.

A mitad de camino, cuando parecía que el recorrido hasta los brazos del hombre misterioso era solo cuestión de unos pocos pasos, alguien la agarró de un brazo y tironeó de ella con delicadeza.

-¿Sabes lo que estás a punto de hacer? – susurró a su oído lady Hamilton.

A Elizabeth le costó trabajo voltear el rostro para mirarla pero, por lo que la prudencia mandaba, giró su cuello y sonrió a Eleonora.

-Me dirijo hacia un caballero que me resulta extrañamente familiar – respondió ella.

Los dedos de Eleonora estaban ya alrededor del brazo de Elizabeth.

-Querida – dijo mientras la dirigía a la mesa de refrigerios – ese hombre al que ibas a saludar es Liam Kavanangh.

Elizabeth buscó entre los recovecos de su memoria... Liam... desde luego que no, su hombre familiar era Claude Coubat, el hijo de la duquesa de Coubat afincado durante unos años ... hacía tantos ya... en Londres.

-No me suena, Eleonora.

-Mucho mejor, mi estimada amiga, porque es uno de los libertinos más cotizados de Nueva York. Bailar un vals con él es comprometerse a las habladurías durante un par de semanas y, después de eso, con suerte encontrarás un marido.

Elizabeth agitó el abanico de plumas rojas delante de su rostro.

-¡Dios bendito! ¿Tal es la fama del caballero?

Eleonora soltó una risita cómplice que hizo mover sus rizos rubios sobre los hombros al descubierto.

-Me temo que sí – dijo cogiendo uno de los canapés y ofreciéndoselo a Elizabeth. – Prueba esto, querida, está hecho de salmón traído del Norte de Europa. --Elizabeth agarró el canapé de mala gana. Le apetecía mucho más saber la turbia historia del tal Liam Kavanang que comer como si fuera una viuda gorda entrada en años. - Dicen que – continuó lady Eleonora – vino a los Estados Unidos huyendo de un mal amor. Supongo que en Europa la posesión de un título noble es muy importante y Liam Kavanang no tiene ninguno a pesar de ser inmensamente rico.

-Entonces estoy salvada – comentó Elizabeth mientras le guiñaba un ojo tras la máscara a Lady Hamilton. – Puesto que no busco un esposo sino un hombre rico que me apoye en uno de mis proyectos puedo acercarme a él sin ningún titubeo.

-No es lo más conveniente para su reputación – la voz masculina rodeó con su brazo la cintura de Eleonora Hamilton. – Mi esposa me ha comentado que está dispuesta a traer a América los cilindros metálicos que usan para sus barcos ingleses – dijo Sir Hamilton –. Permítame, pues, presentarle al comandante Sergeon – puso sus dedos bajo el codo de Elizabeth dirigiéndola hasta el ala contraria del salón – es un querido amigo de los Hamilton desde tiempos inmemorables, joven, apuesto y soltero.

Elizabeth se dejó hacer y habló con agrado con el comandante, alto, con el cabello rubio y el aspecto saludable americano que tanto atraía a las jóvenes británicas. Por su parte el caballero parecía hechizado con los ojos grises que se ocultaban bajo la máscara roja que portaba lady Gregory. Sus manos tocaban con la prudencia correcta el codo de Elizabeth y ella, abandonada ya de aquel recuerdo que le había atenazado el corazón, se mostró encantadora y dulce como solo una mujer con experiencia podía mostrarse.

Al otro lado del salón Liam Kavanang contenía los aullidos que le hubiera gustado bramar en mitad de la iluminada sala. ¿ Cómo era posible que no lo reconociera? Había estado en sus brazos, la había besado más de una vez y hasta la había convencido de que sus ojos grises que tanto parecían disgustarle, eran dos estrellas fugaces y plateadas sobre un rostro inmaculado. Hubiera sido suya... debería haber sido suya si no hubiera intervenido su padre, si no la hubiera entregado en matrimonio a un anciano para asegurar el bienestar de la familia.

No estaba dispuesto a soportarlo más... se ajustó la capa, tocó con las manos su máscara para asegurarse de que ocultaba su rostro y, con decisión, comenzó a caminar hacia ella.

Llegó casi al punto en que el comandante Sergeon iniciaba el recorrido de su mano para tomar a Elizabeth del brazo y sacarla a bailar la pieza de vals que iniciaba el baile.

Antes de que la mano del comandante cayera sobre el brazo de la mujer Liam la asió con firmeza y preguntó:

-¿Me concede este baile, mylady?

NUNCA TE OLVIDES DEL ALFADonde viven las historias. Descúbrelo ahora