Parte 8

1 1 0
                                    

CAPÍTULO 7

Y fue aquella voz profunda, grave, con un ligero ronroneo en su inflexión más baja, como si dentro de su garganta habitara el rugido quedo de un animal salvaje que él pudiera contener a su voluntad, la que hizo que la mente de Lady Elizabeth Gregory, viuda de Lord Gregory, viajara en el tiempo y fuera diez años atrás...

En el granero de su casa, una casa modesta gestionada por la mano rígida de su padre, había un carruaje. Tenía las ruedas pintadas en un color dorado en un esfuerzo de aparentar un bienestar económico que no poseían. Ella era la hermosa hija de un campesino. La dulce Elizabeth era tan hermosa que desde que el orgulloso padre vio su rostro lavado tras el largo nacimiento, sabía que sería su botón de cambio para conseguir la seguridad económica que nunca habían tenido.

¿Quién deseaba una niña de cabellos pálidos y ojos azules? Todo Londres estaba lleno de ese tipo de niñas. Lo llamativo en Inglaterra era una mujer de cabellos rojizos cuya procedencia podía estar arraigada a la sangre irlandesa del país vecino, y más impactante aún resultaba un cabello oscuro y lleno de misterio que hacía llevar la mente a la cálida Italia llena de mujeres de formas hermosas y faldas de vuelo que incitaban a la lujuria.

Su niña, hija suya muy a pesar de su esposa, tenía el brillante cabello azabache de la fulana que la engendró y, como si el sello de su simiente no pudiera quedar relegado, unos ojos rasgados y grises que parecían contener en ellos un cielo claro de verano.

A los tres años la niña era toda una muñequita de labios rojos y carnosos, rostro exquisito y tan resuelta que parecía aprenderlo todo con una rapidez sorprendente. Con quince años le salieron los pechos y fue entonces cuando su padre se propuso guardarla de toda lascivia. El cuerpo de la muchacha cogió las redondeces de su madre; alta, de pechos exuberantes, cintura estrecha y larguísimas piernas. Era el pecado hecha mujer. Y aún resultaba más adorable que ese pecado estuviera lleno de inocencia virginal. Aquella hija sería para un lord sin ninguna duda. Un lord que, obsesionado por robarle la virtud a aquella dulce flor, estuviera dispuesto a mantener a su padre y a la esposa de este, por supuesto, asegurando la supervivencia de la muchacha para el resto de su vida.

Elizabeth siempre lo supo... siempre supo que su padre comerciaría con ella como lo había hecho con su madre a quien había pagado una buena cantidad de dinero por entregar a la niña a los brazos de su esposa infértil. Pero el padre de Elizabeth ya se había equivocado una vez en sus cábalas al suponer que su esposa adoraría a aquella hija y, de nuevo, erraba al suponer que ella se entregaría de buena gana a otro hombre que no fuera Claude Coubat, hijo de la duquesa de Coubat, exiliada de Francia en la época bonapartina.

Hasta ese momento Elizabeth se había resignado a ser el soporte económico de la familia aceptando que sería entregada a un lord de la gran urbe, pero el día que vio el cuerpo fornido y musculoso de su vecino francés cortando leña, decidió que no sería de otro más que del hijo de la duquesa.

Para su consternación los Coubat no eran del agrado de su padre. No es que no tuvieran fortuna. Todo Londres sabía que eran ricos. Pero no eran ingleses y caía sobre ellos la sospecha de traición al régimen de Napoleón.

Con los recaudos pertinentes y la excitación que produce lo prohibido comenzaron a verse en el carruaje que su padre tenía en el granero.

-Lady Gregory desea descansar en este momento, sir Kavanang – dijo el marido de Eleonora. – Tal vez en otro momento pueda bailar con usted.

Elizabeth advirtió que aquel hombre enmascarado seguía con la mano en alto sosteniendo su invitación a bailar. Suspiró mientras los recuerdos del joven francés seguían abrigándola como si fueran una manta cálida en una tarde de invierno.

-La señora está entretenida en este momento – dijo el comandante Sergeon con voz menos amable que la de Sir Hamilton.

Liam echó un vistazo rápido al comandante. El tipo no le duraría más que un par de minutos si insistía en impedir que bailaran. Volvió la mirada de nuevo a Elizabeth. Esta lo miraba con los ojos entornados como si su mente estuviera lejos... en las reminiscencias de un viejo carruaje escondido en un granero.

-Lady Gregory – dijo pesadamente como si pronunciar su nombre le costara trabajo. – Me gustaría tanto bailar una pieza de vals con usted. – Elizabeth ladeó el rostro en aquel conocido gesto que tantas veces había hecho diez años atrás. – Lo que le pido es tan poco ...

Aquella frase ...esa misma frase la había pronunciado el muchacho francés diez años atrás...la dijo clavando sus ojos oscuros sobre los suyos mientras ella decidía si debía besarlo o salir corriendo para evitar enamorarse perdidamente de él.

-Por favor, sir Kavanang – dijo Eleonora. – Nuestra invitada es una respetable viuda inglesa que solo desea tranquilidad y una sana amistad con sus anfitriones americanos. – Liam siempre había sentido afecto por lady Eleonora pero esta vez no la miró. Sus ojos y los de Elizabeth permanecían fijos el uno sobre el otro. – Sabe que me encanta tenerlo en mis fiestas – continuó Eleonora – pero el salón está lleno de damas solteras que están deseando hacer sentar la cabeza a alguien tan encantador como usted.

-¿Elizabeth? – insistió él llamándola por su nombre de pila.

Ella se sintió transportada en la vibración de su nombre en los labios del misterioso caballero y alargó la mano lentamente. En aquel espacio que había entre su cuerpo y el lugar donde estaba la mano del hombre se sintió como hacía diez años...podía correr el riesgo o refugiarse en una soledad que jamás le haría daño...y, como si fuera otra vez aquella muchacha de dieciséis años con los cabellos sueltos y el cuerpo deseoso de ser amado, tocó la mano de Liam, enredó sus dedos en los de él, y dijo:

-Acepto.

NUNCA TE OLVIDES DEL ALFADonde viven las historias. Descúbrelo ahora