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-Estoy en un edificio, algo con techo abovedado. La bóveda es azul y dorada. Hay otras personas conmigo. Visten... un viejo... una especie de hábito, muy viejo y sucio. No sé cómo hemos llegado ahí. Hay muchas figuras en la habitación. También hay estatuas, estatuas de pie en una estructura de piedra. En un extremo de la habitación hay una gran figura de oro. Parece... Es muy grande, con alas. Es muy mala. Hace calor en la habitación, mucho calor. Hace calor porque allí no hay aberturas. Tenemos que mantenernos lejos de la aldea.


Tenemos algo muy malo.


-¿Estáis enfermos?


-Sí, todos estamos enfermos. No sé qué padecemos, pero se nos muere la piel. Se pone muy negra. Siento mucho frío. El aire es muy seco, muy viciado. No podemos volver a la aldea. Tenemos que permanecer lejos. Algunos tienen la cara deformada.


Esa enfermedad parecía terrible, como la lepra. Si Catherine había tenido alguna existencia llena de placeres, aún no habíamos dado con ella.


-¿Cuánto tiempo tenéis que pasar ahí?


-La eternidad -respondió, sombría-, hasta que muramos. Esto no tiene cura.


-¿Sabes el nombre de la enfermedad? ¿Cómo se llama?


-No. La piel se pone muy seca y se encoge. Hace años que estoy aquí. Otros acaban de llegar. No hay modo de volver. Hemos sido expulsados... para morir. -Sufría una tristísima existencia; vivía en una cueva.


»Para alimentarnos tenemos que cazar. Veo una especie de animal salvaje que estamos cazando... con cuernos. Es pardo, con cuernos, grandes cuernos.


-¿Os visita alguien?


-No, no pueden acercarse o ellos mismos contraerán el mal. Hemos sido maldecidos... por algún daño que hemos hecho. Y éste es nuestro castigo. -Las arenas de su teología cambiaban sin cesar en el reloj de sus existencias. Solamente después de la muerte, en el estado espiritual, se presentaba una bienvenida y reconfortante constancia.


-¿Sabes qué año es ése?


-Hemos perdido la noción del tiempo. Estamos enfermos; nos limitamos a aguardar la muerte.


-¿No hay esperanza? -pregunté, contagiado por la desesperación.


-No hay esperanza. Todos moriremos. Y siento mucho dolor en las manos. Todo mi cuerpo está debilitado. Tengo muchos años. Me cuesta moverme.


-¿Qué ocurre cuando uno no puede moverse más?


-Lo llevan a otra cueva y lo dejan allí para que muera.


-¿Qué hacen con los muertos?


-Sellan la entrada de la cueva.


-¿Alguna vez se sella una cueva antes de que la persona haya muerto? -Yo buscaba una clave de su miedo a los sitios cerrados.


-No lo sé. Nunca he estado allí. Estoy en la habitación con otros. Hace mucho calor. Estoy contra la pared, tendida.


-¿Para qué sirve esa habitación?


-Para adorar... a muchos dioses. Es muy calurosa. -La hice avanzar en el tiempo.


»Veo algo blanco. Veo algo blanco, una especie de dosel. Están trasladando a alguien.


-¿Eres tú?


-No sé. Recibiré de buen grado la muerte. Me duele tanto el cuerpo...


Los labios de Catherine se tensaban por el dolor; el calor de la cueva la hacía jadear. La llevé hasta el día de su muerte. Aún jadeaba.


-¿Cuesta respirar? -pregunté.


-Sí, aquí dentro hace mucho calor... tanto calor, mucha oscuridad. No veo... y no puedo moverme.


Moría, paralizada y sola, en la cueva oscura y calurosa. La boca de la cueva ya estaba sellada. Se sentía asustada y desdichada. Su respiración se hizo más rápida e irregular. Misericordiosamente, murió, poniendo fin a esa angustiosa vida. -Me siento muy liviana... como si estuviera flotando. Aquí hay mucha luz. Es maravilloso.


-¿Sientes olores?


-¡No!


Hizo una pausa. Quedé a la espera de los Maestros, pero ella fue rápidamente arrebatada.


-Caigo muy deprisa. ¡Vuelvo a un cuerpo!


Parecía tan sorprendida como yo.


-Veo edificios, edificios con columnas redondeadas. Hay muchos edificios. Estamos fuera. Hay árboles, olivos, en torno nuestro. Es muy bello. Estamos presenciando algo... La gente lleva máscaras muy curiosas, que le cubren la cara. Es alguna festividad. Visten largas túnicas y se cubren la cara con máscaras. Fingen ser lo que no son. Están en una plataforma... por encima de nuestros asientos.


-¿Estás presenciando una obra de teatro?


-Sí.


-¿Cómo eres? Mírate.


-Tengo el pelo castaño. Lo llevo trenzado.


Hizo una pausa. Su descripción de sí misma y la presencia de los olivos me recordaron esa vida de tipo griego, mil quinientos años antes de Cristo, en que yo había sido Diógenes, su maestro. Decidí investigar.


-¿Conoces la fecha?


-No.


-¿Te acompaña alguien que tú conozcas?


-Sí. Mi esposo está sentado junto a mí. No lo conozco (en su vida actual).


-¿Tienes hijos?


-Estoy encinta. -La elección del vocabulario era interesante, algo anticuado y en nada parecido al estilo consciente de Catherine.


-¿Está tu padre ahí?


-No lo veo. Tú estás presente... pero no conmigo. -Conque yo tenía razón: habíamos retrocedido treinta y cinco siglos.


-¿Qué hago ahí?


-Estás mirando, tan sólo... pero enseñas. Enseñas... Hemos aprendido de ti... cuadrados y círculos, cosas extrañas. Diógenes, eres tú ahí.


-¿Qué más sabes de mí?


-Eres anciano. Tenemos algún parentesco... Eres el hermano de mi madre.


-¿Conoces a otros de mi familia?


-Conozco a tu esposa... y a tus hijos. Tienes hijos varones. Dos de ellos son mayores que yo. Mi madre ha muerto. Murió muy joven.


-¿Y a ti te ha criado tu padre?


-Sí, pero ahora estoy casada.


-¿Y esperas un bebé?


-Sí. Tengo miedo. No quiero morir cuando nazca el niño.


-¿Eso es lo que le ocurrió a tu madre?


-Sí.


-¿Y tú temes que te pase lo mismo?


-Ocurre muchas veces.


-¿Es éste tu primer hijo?


-Sí. Estoy asustada. Será pronto. Estoy muy pesada. Me cuesta moverme... Hace frío.


Muchas vidas muchos maestros - Brian WeissDonde viven las historias. Descúbrelo ahora