Capítulo 3: La deuda del duende

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Otra vez la pesadilla. Marcel despertó inquieto y con cierta sensación de pérdida. Al ser las seis treinta de la mañana consideró salir a trotar, pero un simple vistazo al exterior y el ver la ciudad aún bajo el denso humo le hizo desistir. Se dio una ducha y se preparó para su día.

Después de desayunar vistió una camisa y pantalón ligeros, dejando la corbata y la chaqueta en el asiento de atrás por si llegaba a necesitarlos. Durante su formación sus profesores hicieron mucho hincapié en el código de vestimenta de los abogados y él lo seguía sin poner reparos, dado que había notado que las personas parecían confiar más en él si lo veían bien vestido. 

A Marcel le convenía tener clientes, por lo que la discusión respecto a que la probidad y el desempeño de un abogado no se medían por usar chaqueta y corbata la dejaba para los más liberales o idealistas, a él le daba igual. Consideraba que él podía hacer bien su trabajo y usar el atuendo completo a la vez, aunque debía reconocer que el calor de ese verano lo estaba haciendo cada vez más difícil, por lo que agradecía al inventor del aire acondicionado.

Camino al trabajo pensó en su sueño: él caminaba a casa después de un día agotador, y al tocar el pomo de la puerta, su hogar se convertía en cenizas junto con todo lo demás. Marcel caía al vacío, la oscuridad y desesperación, entonces despertaba.

Cualquiera podría interpretar la escena como ansiedad generada por los incendios que asolaban el país, o como una imagen asociada a la caída de la compra que quería realizar. Incluso, una combinación de ambas, sin embargo, para Marcel no representaba más que su recuerdo más amargo: el día que terminó su matrimonio y los años más felices de su vida. El motivo por el cual tuvo que dar un giro a su vida y mudarse a Santiago.

Una luz roja le dio tiempo para recordar la casa Belmar, y se le ocurrió que, dado que aún tenía bastante tiempo, podía pasar a mirarla. No se consideraba un hombre espiritual ni sensible, pero pensó que de ese modo podría despedirse de esa ilusión y darle un cierre a esa historia. Guio con calma y estacionó en frente. 

La reja que cercaba la propiedad, además de oxidada, permitía mirar hasta el fondo del sitio. Iba a bajarse del vehículo cuando alguien salió de la casa, lo que lo detuvo. ¿Sería el duende del que hablaba Celia? Tenía que ser. Llevaba un overol que le quedaba grande y arremangado, mascarilla para el humo y una bandana elastizada en la cabeza. Era indudable que se trataba de una mujer. Él valoró que ella se ocupara de la limpieza y reparaciones. Hasta tuvo la sensación de que le caía bien.

Sin embargo, estaba el asunto de su paga. Los Belmar aún le adeudaban sus honorarios. Tenía que cobrar.

Se retiró para imprimir el detalle de lo que se le adeudaba y regresó por la tarde, pero el duende no estaba. Se iba cuando se asomó Celia con un perro pequeño en brazos.

—¿Busca a la niña del lado?

—Sí.

—Ella llega temprano a limpiar, pero se va a la una. Encontró un trabajo de mesera por la tarde.

Marcel sintió curiosidad por conocer a la mujer, pero estaba ocupado. Sus colegas se habían ido de vacaciones y él tenía mucho que hacer por esos días.

—¿Puedo dejar un recado a su duende con usted?

Celia asintió. Marcel le dejó una tarjeta de presentación para que se la dejara al duende.

** * **

Brisa estaba muy contenta. Su proyecto hogareño no podía ir mejor. Tras contratar un gasfíter y habilitar la cocina y baños, su casa estaba habitable. Solo faltaba dar la última mano de pintura a las paredes.

Sintiendo DemasiadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora