Capítulo 10: Escape

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No vio caso a utilizar el automóvil si la casa estaba un poco más allá, por lo que caminó recordando a Brisa con su enorme, sucio y horrible overol. Pese a ello, se sentía con la autoridad de decir que Brisa era la mujer más hermosa que había conocido en su vida, con un humor que le encantaba cuando no le estaba mintiendo.

Porque ese era el problema con ella: que era una mentirosa y lo acosaba. No era difícil imaginarla con una capucha frente a un computador, averiguando su dirección y sus rutinas. Una mujer poco honesta que siempre iba un paso delante de él, quizá con qué intenciones. Marcel no podía olvidar eso, porque años atrás había sufrido lo indecible por no querer ver las señales del desastre que propició su esposa, la mujer que fue su primer gran amor y a quien se dio por completo.

Con todo eso claro, llegó a la reja de Brisa y llamó. Al tercer intento, Brisa se asomó a la puerta.

—Te traje tu pala. Florencia la envió —anunció él.

—Pásala por entremedio y déjala ahí —recomendó ella.

—Las cosas se pasan en la mano. Ven a recibirla.

Brisa salió descalza de su casa, con un vestido ligero color rosa con flores rojas, y el cabello goteando. Se acababa de bañar. A Marcel se le secó la boca al verla. Sin decir nada, ella tomó la herramienta y se alejó.

Él regresó a su automóvil y condujo hasta la avenida, pero recordó que el conserje le había preguntado que cuándo se llevaría la planta que había dejado la otra noche. En vista de que faltaban un par de horas para su próxima reunión, decidió ir a dejar el ficus a casa de Brisa, y así cortar por siempre con ella.

** * **

Brisa preparó su merienda para ir a trabajar: manzana y plátano picados en un pote, un sándwich de queso y una botella de jugo. Para almorzar preparó tallarines con salsa boloñesa, que decoró con una ramita de cilantro para darles un toque gourmet. Se sentó para almorzar e hizo una pequeña oración.

—Gracias, Dios, por mi comida...

Al sentir un llamado a su reja y comprobar que era Marcel, se preguntó que querría.

—Te traigo tu planta —dijo él—. Abre.

Brisa se acercó con sus llaves y lo hizo pasar al antejardín.

—Deberías irte de aquí —dijo Marcel, más para sí que para ella, pero Brisa lo escuchó.

—¿Y no quieres que me vaya del país, también?

Marcel lo consideró. Quizá así podría quitársela de la cabeza.

—No digas tonterías. Esta maceta pesa bastante, así que, como un favor no merecido, la cargaré por ti. ¿Dónde la dejo?

Brisa encontró su oportunidad de oro para enrostrarle a Marcel lo bonito que tenía el lugar que él jamás podría tener, por lo que lo invitó a pasar, sin embargo, la puerta de la casa se cerró por el viento. Brisa tomó su manojo de llaves y buscó con cuál abrir.

—Juro que le pondré una cinta para identificarla... —comentó.

Marcel, que la miraba desde su altura, notó los rizos que acariciaban su fino cuello. Sintió ganas de tocarla y deslizó sus nudillos por el brazo desnudo de ella. Notó, de inmediato, que la piel de Brisa se erizaba.

Al demonio. Dejó la planta en el suelo y cuando Brisa abrió la puerta y entró, él la acorraló contra la pared. Cerró la puerta con el pie y se detuvo a centímetros de su boca. Tras una rápida inspección visual al lugar constató que estaban solos.

—No puedo dejar de pensar en ti —declaró—. Es frustrante.

Brisa tampoco había podido dejar de pensar en él, día y noche, incluso en sueños, pero, a diferencia de Marcel, ella no se complicaba. Ellos estaban destinados a estar juntos, así que no tenía sentido resistirse a lo que estaba escrito en las estrellas. Cerró los ojos y estiró el rostro hacia él. Marcel se inclinó y la besó con ligereza, primero; con pasión, después. Deslizó una mano bajo el vestido y acarició el muslo femenino, dispuesto a tomarla allí mismo.

Sintiendo DemasiadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora