Parte 2: Tormenta de otoño

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Abril, 2016. Cobquecura.

Cuando las frías aguas mojaron sus pies desnudos, pareció despertar. Brisa descubrió que no había más que mar ante ella. Un mar gris bajo un cielo gris, y la playa de arenas oscuras rodeándola.

¿Cómo había llegado hasta allí?

Recordó, vagamente, que en algún momento se puso un abrigo largo sobre el pijama, se calzó unas zapatillas y salió. Necesitaba despejarse. Necesitaba caminar.

Caminar, caminar, caminar...

Intentó orientarse. El lugar le era desconocido. A su derecha vio una imponente formación rocosa y un par de personas saliendo de su interior. 

Un fuerte viento la azotó, congelándola. Al mirar hacia atrás, descubrió su abrigo en el suelo, cubierto de arena. Su pijama consistía en una camisa rosa y pantalones a juego, de franela. Sentía su cabeza embotada, el cansancio le pedía que se recostara y durmiera, pero el frío no le daba tregua.

 Su pensamiento enlentecido volvió a trabarse. La ola regresó y ella observó su recorrido hasta llegar a sus pies. Dio un paso hacia atrás y recordó.

Cuando era niña, Brisa disfrutaba los paseos al mar. Para las vacaciones de verano, sus padres la llevaban a Cartagena, donde recorría la terraza de mano de David para no perderse. Allí comía algodones de azúcar, manzanas confitadas o churros rellenos con manjar. Le encantaba apoyarse en el barandal de cemento y mirar el ir y venir de las olas, y aunque la humedad del lugar esponjaba su cabello y lo hacía imposible de peinar, amaba el lugar.

Su favorita era la Playa Grande. Una playa larguísima al norte de Cartagena, que parecía no tenía final. Brisa construía castillos de arena y miraba hacia el extenso, preguntándose hasta donde llegaría si lo caminaba. Sus padres nunca le dieron permiso de recorrerlo, y aludían al cansancio para no acompañarla a explorar. Ella se conformaba jugando con el mar o bañándose en sus aguas. Eran días felices porque sus padres estaban con ella.

Se le ocurrió que había vuelto a ser niña y sus padres estarían por ahí.

De pronto, rompió a llorar. Aquel lugar no era Cartagena y ella no era una niña. Era una adulta.

Una adulta  con todas las cualidades para el éxito: una familia con recursos económicos, una escolaridad sin problemas, un título profesional, amigos, una pareja, sin embargo... ¿por qué se sentía tan mal? ¿Por qué sentía un dolor en el pecho que casi no la dejaba respirar?

Porque en todo había fallado. En cada ámbito de su vida había fracasado y ya no sabía cómo seguir.

No servía para nada. Nadie sentía amor por ella y estaba cansada. ¡Tan cansada!

Le pareció que el viento dejaba de azotarla y, en cambio, comenzaba a acariciarla. De manera galante, llevó su cabello esponjado hacia atrás, y besó sus labios resecos. Brisa percibió el sabor de la sal de sus lágrimas y el frío ya no importó. Salió al encuentro de la siguiente ola, que cubrió sus pies y tobillos. Al retirarse el agua, Brisa sintió que se enterraba.

Se le ocurrió recostarse y dejar que el agua, en su ir y venir, la cubriera con arena. Nadie la encontraría, estaba bien. Pero la marea subía y bajaba, ¿no? Necesitaba avanzar un poco más para asegurarse de quedar bien cubierta. La siguiente ola cubrió sus rodillas y Brisa apretó los dientes.

Estaba bien. Podría dormir. 

Esperaba que el agua llegara a su cadera, pero, ondeante, empapó su pecho. Jadeó y, ante el frío, dejó de respirar unos segundos. 

Sus padres siempre ponían énfasis en que debía mesurar sus emociones, imponiéndole orden y disciplina. Lo importante era que no fuera como la loca de su tía Rocío, ella debía ser diferente.

Brisa nunca entendió por qué la comparaban con su tía, solo sabía que Rocío fue la única persona de la familia que la miró con amor y no cuestionó si ella quería reír o jugar como cualquier niño. Cuando la mejor amiga de Brisa se cambió de ciudad y dejaron de verse, solo Rocío entendió ese dolor y la abrazó. No le dijo que eran tonterías. No le dijo que se le pasaría. 

Cuando Rocío falleció, Brisa la lloraba en las noches, cuando nadie veía, y hacía dibujos sobre ella. Su madre le había dicho que su padre estaba muy triste por la pérdida de su hermana, entonces, Brisa tenía que ser bien portada y no darle más problemas a papá. Eso implicaba no mostrar su dolor en la mesa, ni hablar sobre eso. Eso fue una muestra de lo que venía más adelante. No demostrar lo que la emocionaba, salvo que la hiciera sonreír. De quejas o problemas no quería escuchar nadie. 

Brisa vivía los acontecimientos de su vida con intensidad y le resultaba duro no poder compartirlos. Empezó a encerrarse en su cuarto para escuchar música, repitiendo una y otra vez las melodías que expresaban su sentir. Después, tuvo que ceder su tiempo libre a apoyar en la crianza de su hermano.

Volvió a respirar. Estaba bien. Su cuerpo ya se había acostumbrado a la temperatura del agua. Sentía como agujas que la picaban y dolía, pero bastaba un poco más para que dejara de molestar, podía soportarlo. Solo unos minutos más y dejaría de sentir. 

Porque ese era el problema. Que, a menudo, Brisa se encontraba sintiendo demasiado y no sabía cómo canalizarlo. A veces el dibujo; otras veces, la música. Cuando quería morirse no tenía con quien hablarlo.

Necesitaba dejar de sentir que sobraba, que nadie la quería. Que sus papás estaban mejor solo con su hermano menor, que sus tíos iban mejor sin ella. Que a Fernando le iría mejor con otra mujer que no se gastara su dinero. Que en su empresa estarían mejor con una contadora responsable que no se fuera de un día para otro.

Las burbujas del agua se arremolinaron en torno a su cintura. Serían solo unos minutos de dolor antes del final. No era nada. Un precio ínfimo a pagar por la gracia de dejar de sentir de una buena vez. A lo lejos escuchó unos gritos, pero no le importaron. La camisa del pijama flotó hasta la altura de sus senos. Una pequeña ola se elevó y la golpeó en el rostro.

Su nariz y garganta dolieron por el agua que entró por donde no debía, y aquello despertó su instinto de supervivencia. Fue consciente del peligro y de lo que significaba y empezó a manotear para salvar su vida. Se arrepintió en el último segundo... 

Había estado decidida, pero ya no. Quería vivir.

No sabía para qué, pero solo anhelaba una oportunidad más para hacer las cosas bien.

Por instinto, alcanzó a tomar una bocanada de aire antes de que el agua la cubriera por completo. 

Continuará...

Noviembre 18, 2024.







Sintiendo DemasiadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora