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Despierto lentamente, como si emergiera de un sueño profundo, pero no reconozco dónde estoy. Mis párpados pesan, y cuando por fin logro abrir los ojos, el mundo a mi alrededor sigue siendo un borrón. Todo parece moverse a cámara lenta, como si mi mente intentara adaptarse a la realidad que me rodea. La cabeza me late con fuerza, y un mareo desagradable me mantiene inmóvil. No recuerdo cómo llegué aquí.
  
Inhalo profundamente y un aroma suave, a tierra y hojas frescas, inunda mis pulmones. No es el olor familiar de mi casa. Cuando mis ojos finalmente se aclaran, veo que estoy en una habitación que no reconozco. Es hermosa, cálida, pero completamente desconocida. A mi izquierda, una gran estantería repleta de libros cubre toda la pared, cada volumen encuadernado en cuero viejo, como si guardaran secretos antiguos. Frente a mí, un escritorio de madera oscura con detalles tallados se impone en la sala, rodeado de plantas colgantes que casi rozan el suelo.

Me incorporo con cuidado, aunque la cabeza me sigue dando vueltas. No sé dónde estoy ni por qué estoy aquí. El tacto de las sábanas suaves bajo mis manos es casi irreal, como si todo esto fuera un sueño. La luz que entra por la ventana grande a mi derecha es tenue, cálida, pero no reconozco el paisaje que se filtra por ella. A través de los vidrios, se ve un imponente paisaje repleto de montañas y bosques. ¿Dónde estoy? ¿Qué pasó?

Intento levantarme, pero el mareo me obliga a detenerme de nuevo. Mi corazón late rápido, y el pánico empieza a burbujear en el fondo de mi mente. Miro alrededor, buscando alguna pista que me diga por qué estoy aquí.

Es entonces cuando lo veo sentado en la silla frente al escritorio. Es él, el duende del ritual. Parece no haberse dado cuenta de que lo estoy mirando. Me quedo quieta, con la respiración contenida, observando cómo examina varios objetos. En sus manos diminutas sostiene una foto, y la gira lentamente, como si cada detalle en ella le contara una historia.

Mis ojos se detienen en lo que está sujetando, y mi corazón salta. Esa foto. Es la que tengo con mi hermana. Estamos juntas en el bosque, el sol filtrándose entre las hojas, congeladas en un momento que me resulta doloroso de mirar. ¿Cómo...? ¿Cómo es posible que la tenga aquí?

Parpadeo, intentando procesar lo que estoy viendo. A mi alrededor, la habitación —tan extraña y desconocida hace unos momentos— ahora se siente un poco más familiar. Las plantas colgantes, las estanterías repletas de libros antiguos, y entre todo eso... mis cosas. En el escritorio, además de la foto, están varios de mis libros favoritos, aquellos que siempre he llevado al bosque. Las esquinas de las páginas están dobladas y las cubiertas desgastadas por el uso. Los libros que pensé que seguían en mi habitación, donde siempre habían estado, ahora llenan los espacios vacíos de este escritorio. 

Mi mente corre a mil por hora. Esto no puede ser real. Trato de sentarme mejor, ignorando el mareo que sigue zumbando en mi cabeza, mientras mi vista se fija en ese pequeño ser, que parece totalmente absorto en lo que tiene entre manos mientras tararea una especie de canción. Sus dedos pasan suavemente por la foto, y veo cómo ladea la cabeza, observando atentamente, como si buscara algo en la imagen. Es pequeño, con las mejillas rosadas, orejas puntiagudas asomando bajo el borde de su gorro, unos ojos verdes brillantes, y un aire extraño de familiaridad.

El aire en la habitación se siente más denso de repente, cargado de una sensación que no logro describir. Mi pecho se oprime. Esto no tiene sentido. Mi vida, mis pertenencias... ¿Cómo han llegado hasta aquí? ¿Y quién es este pequeño ser que parece tan cómodo revisándolas?

Inspiro profundamente antes de hablar, incapaz de contenerme más.

—¿Qué estás haciendo? —pregunto, con más fuerza de la que pretendía.

El duende —porque tiene que ser un duende— da un respingo y casi deja caer la foto. Se gira de inmediato hacia mí y sus ojos grandes y brillantes parpadean con sorpresa. Me mira como si no esperara que fuera a despertar tan pronto, y por un momento, parece que va a desaparecer en las sombras, como lo hizo en el bosque. Pero en lugar de huir, se queda quieto, recuperando la compostura.

Las crónicas del legadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora