90
En el puerto de carga, o lo que quedaba de él, la enorme bestia se movía con una velocidad sorprendente para su masa. Había continuado combatiendo a ciegas hasta que había regenerado la parte superior del cráneo que habían conseguido destrozarle con las cargas explosivas. Su tamaño ya no era el que tenía cuando emergió a la superficie, pero solo había mermado una fracción del mismo. Ahora, se debatía con el cuello atrapado debajo de la estructura de dos gigantescas grúas cuyas bases habían volado a su paso. Aquellos tres hombres retrocedían ante ella, pero le estaban haciendo pagar cada palmo de terreno que les ganaba empujándoles al mar. Su armamento era renovado de forma constante merced a la multitud de bolsas que tenían repartidas por todo el perímetro. Nemrod se había tomado su tiempo en acudir a las alcantarillas, pero había planeado toda una campaña de desgaste al enemigo.
Alice, desde la azotea del almacén, no pudo evitar sentirse admirada por la forma de combatir de sus hijos. Porque es lo que eran, al fin y al cabo. Elegidos uno a uno. Y a todos les había dado la opción, entre continuar con la vida que llevaban, o trascender a otra bajo su dirección.
—No soy el Gris, no poseo a mis seguidores, no anulo sus personalidades y los convierto en burlas de los seres que fueron. Todos aquellos que están conmigo, eligieron hacerlo a sabiendas de a qué nos enfrentaríamos. Mato, sí, cuando necesito alimento. Y recuerdo a todas mis víctimas; sus nombres y sus historias viven en mí. La del vil y la del virtuoso. Y acepto la carga porque este mundo necesita quien lo defienda de un parásito extradimensional y sus perros de la guerra. —explicó mientras comenzaba a caminar hacia Kaleb y Ninkilim, que se volvieron hacia ella.
«Nuestros hijos están peleando, Tara; no voy a quedarme mirando cómo los exterminan, mientras estos seres ajenos a nuestra lucha deciden si somos dignos de su maldita misericordia».
—Sin embargo, exiges obediencia, lealtad ciega. —habló Kaleb.
—Las democracias pueden estar bien para los tiempos de paz, pero si caminas a la guerra, necesitas seguir un estandarte, un símbolo. —contestó ella mientras continuaba avanzando.
—A una reina. —dijo Ninkilim.
«Estoy aquí. Vivamos o muramos, estamos juntas», respondió al fin la voz en su cabeza.
—Una reina —repitió Alice, plantándose frente a ella—. Ahora, detén esto, o lo haré yo.
En la azotea se hizo el silencio, mientras ambas mujeres se medían la una a la otra.
Ninkilim se inclinó hacia ella y por unos instantes, los rostros de ambas mujeres estuvieron muy próximos, casi mejilla con mejilla. Después, la señora de los roedores se irguió y la contempló. Alice parecía impactada con lo que le acaban de murmurar al oído.
—No te queda mucho tiempo. —Le urgió Ninkilim en voz baja.
Alice se giró con rapidez para encontrarse cara a cara con Kaleb, que se apartó y le dijo:
—Ve.
Pero esta ya había dejado la azotea. El viento arrastró su abrigo vacío hacia las alturas.
—Esa es una habilidad interesante —comentó Ninkilim.
—¿Estáis por completo segura de esto? —Le preguntó Kaleb.
—¿Se puede estar seguro de algo en su totalidad? —replicó ella—. Viniendo de vos, es casi una broma.
Contempló el puerto en llamas y como su criatura se liberaba de su momentáneo cautiverio bajo las grúas para seguir con su avance hacia los tres hombres que la combatían.
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Morir Otra Vez Edición Definitiva
ФэнтезиEneas el vagabundo huye a través del subsuelo de la ciudad portando contra su pecho una preciosa carga, pero algo le persigue de forma implacable y está a punto de llegar a un callejón sin salida. Brian ha despertado de un coma y, entre los huecos d...